martes, 6 de junio de 2023

El primer reloj preciso lo inventó un carpintero sin estudios

 

El ser humano ha medido el paso del tiempo desde el principio de los tiempos usando los procesos cíclicos que se ven en la naturaleza. Sin embargo, la necesidad de una medición precisa del tiempo no llegó hasta que un carpintero sin estudios fabricó el primer reloj preciso.

 

 



Durante siglos el transcurrir del tiempo fue marcado por la sombra del Sol. Y era una medida muy conveniente, pues cualquier podía medir el paso del tiempo sin necesidad de instrumentos especiales. Fueron los griegos quienes perfeccionaron los relojes de sol y los romanos los que los popularizaron: con ellos fijaban las horas de las comidas. Sin embargo, el agua permitió liberarnos de la tiranía del astro rey y así poder contabilizar incluso las ominosas horas de oscuridad.

El principal problema con el que se enfrentaron los primitivos relojes de agua fue el de la calibración de las horas, sobre todo si tenemos en cuenta que su duración era variable pues el tiempo de luz se dividía en doce horas, lo que hacía que en verano las horas fueran más largas que en invierno. Por este motivo, los griegos utilizaban el reloj de agua, que ellos llamaban clepsidra (el ladrón de agua) para controlar la duración de los alegatos en los tribunales: los relojes que han sobrevivido nos descubren que el fluir del agua duraba unos seis minutos. En Roma la medida de la clepsidra era de unos 20 minutos, el tiempo asignado a los abogados de ambas partes para sus alegaciones. Un abogado podía pedir al juez hasta seis clepsidras adicionales, unas dos horas, para presentar sus argumentos. Claro que a veces las peticiones se disparaban. En cierta ocasión un abogado llegó a pedir al juez dieciséis clepsidras, ¡cinco horas!, lo que demuestra que los abogados de entonces también tenían la verborrea de los de ahora.

 

De la clepsidra al reloj mecánico

Quien sustituyó al reloj de agua fue el de arena. Los primeros de los que se tiene noticia datan del siglo VIII, cuando los vidrieros fueron capaces de cerrarlos herméticamente para impedir que entrara la humedad. Prácticos para medir cortos intervalos de tiempo, su uso se extendió en el siglo XVI a todos los ámbitos de la vida: por los sacerdotes para medir la longitud de sus sermones, por los maestros para sus lecciones, por los cocineros en sus recetas, por los albañiles para calcular sus horas de trabajo y para medir la velocidad de los barcos. Los primeros pasos hacia un reloj mecánico no fue dado por agricultores o artesanos, sino por los monjes, que necesitaban conocer las horas señaladas para sus plegarias. Aquellos primeros relojes no marcaban la hora, sino que la hacían sonar: fueron despertadores situados en la celda del “guardián del reloj”, el monje encargado de avisar a los demás de las horas canónicas.

 

Cronómetro para barcos

 

Descripción de la imagen

 

La llegada del reloj mecánico trastocó el modo de ver el tiempo. Si los relojes de Sol, agua y arena mostraban el fluir del tiempo, los mecánicos fueron creados para golpear una campana. Hacia el siglo XIV se instalaron relojes en todos los pueblos y aldeas anunciando una nueva concepción del tiempo. Las torres de las iglesias se convirtieron en la torre del reloj y las horas, las horas del reloj. Poco a poco se fueron anunciando fracciones de hora, como los cuartos, aunque la manecilla de los minutos tardaría en aparecer. Es más, el concepto moderno de hora, el producto de dividir el día en 24 partes iguales, no apareció hasta bien entrado el siglo XIV, y los segundos entraron a formar parte de en la medición del tiempo a finales de ese siglo.

El primer cronómetro

Pero hubo algo que disparó la elaboración de relojes mecánicos muy precisos, los cronómetros, el problema científico central de la Era de la Exploración, determinar la longitud de un barco en alta mar. Resolver el problema se convirtió en cuestión de estado en la Inglaterra de 1714: la supervivencia del comercio marítimo pasaba por el cálculo de rutas precisas, y esto era imposible si no se determinaba con exactitud la posición del barco. La latitud no ofrece problemas (para eso tenemos el Sol), pero la longitud sí los da debido a la rotación de la Tierra. Así que el 8 de julio la reina Ana promulgó el Decreto de la Longitud, donde se ofrecía un premio a quien resolviera el problema. Los astrónomos opinaban que la mejor manera era hacer mediciones precisas de la posición de la Luna en el cielo, un método apuntado por el mismísimo Isaac Newton. Mientras, mecánicos y artesanos apostaban por la construcción de un cronómetro de precisión.

 

Decreto de Longitud

 

Descripción de la imagen

 

Astrónomos contra artesanos

El holandés Christiaan Huygens abrió camino a esta alternativa al publicar en 1671 Horologium Oscillatorium, el segundo libro más importante en toda la historia de la mecánica tras los Principia Mathematica de Newton. Pero, claro, el péndulo no responde muy bien a los vaivenes de un barco en el mar…

Mientras los grandes astrónomos y físicos ingleses se devanaban los sesos intentando poner a punto su inútil y complicadísimo método lunar, un carpintero sin estudios llamado John Harrison construía cronómetros cada vez más precisos. En 1764 su cuarto reloj, probado a bordo del HMS Tartar rumbo a Barbados, acumuló un error de solo 39 segundos. Pero el astrónomo real Nevil Maskelyne, miembro del Consejo de la Longitud, hizo un informe desfavorable ¡cómo iba a ganar un simple artesano! Tras dos años de espera y sometido a una abierta animadversión por parte de la Comisión de la Longitud, el hijo de Harrison escribió una emotiva carta al rey Jorge III. Éste asombrado, decidió probar personalmente su quinto y último cronómetro, y descubrió que el error era de un tercio de segundo por día. Ante tal resultado pidió al Parlamento que le concedieran la cuantía del premio, muy a pesar de Maskelyne y sus colegas científicos.

 

John Harrison

 

John Harrison

 

Harrison recibió el dinero pero no el premio oficial. Ese mismo año el Consejo elaboró unas nuevas condiciones para la obtención del premio tan estrictas que Maskelyne, riendo, dijo: “les he dado a los mecánicos un hueso tan duro de roer que se les van a romper los dientes”.

 

 

 

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   Pirata Oscar 

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