Un fresco desenterrado en las ruinas de Pompeya representa lo que parece una versión primigenia del famosísimo plato italiano
Hay una vía rapidísima para ganarse la enemistad vitalicia de cualquier ciudadano de la República Italiana. Confesarse adepto de la pizza con piña. Para ellos es prácticamente un delito. Si alguien tuviera el valor -aunque aún no ha nacido persona con tanto redaño- de subirse a un púlpito en alguna plaza del centro de Nápoles y proclamar a los cuatro vientos su amor por la pizza enfrutada, seguramente tendría que poner pies en polvorosa para evitar ser linchado por una multitud enfurecida.
Es algo casi religioso, inexplicable, intuitivo. Hay ingredientes que valen y otros que no. Claro que, en España, se es mucho más laxo con la pureza de este plato. Pero, ¿acaso no suenan las trompetas marciales cada vez que un yanqui intenta echarle chorizo a la paella? Cada nación tiene, desde luego, sus traumas y sus filias culinarios. El problema es que un reciente descubrimiento entre los escombros de la cenicienta Pompeya podría poner en entredicho los mismísimos cimientos del arte pizzero.
Estaban los arqueólogos desenterrando lo que ha resultado ser una panadería que había quedado sepultada por la lava del Vesubio. De pronto, se toparon de bruces con algo verdaderamente inusual. Un majestuoso y colorido mural romano, de casi 2.000 años de antigüedad, que representa lo que parecen varios alimentos de la época sobre una bruñida bandeja de plata. Uno de estos platos se asemeja -muchísimo- a una pizza. Pero tiene más enjundia la cosa.
¿Los habitantes de la antigua ciudad de Pompeya comían pizza? El Parque Arqueológico de Pompeya (Italia) anunció recientemente el descubrimiento de un fresco de una naturaleza muerta de 2.000 años de antigüedad en el que se aprecia un pan redondo parecido a una pizza.
Debate vivo
Este antepasado del buque insignia de la cocina itálica parece incluir -si es usted italiano se aconseja encarecidamente que deje de leer- trozos de fruta. Algún graciosillo incluso llegó a señalar que parecía que llevaba piña. Pero eso es simplemente imposible, ya que este alimento no fue introducido en Europa hasta después del descubrimiento de América. En cualquier caso, es indudable que los principios esenciales sobre los que se construyó el país de la bota han sido sacudidos. Uno solo puede esperar que esto no degenere en una crisis constitucional.
No es menos cierto, no obstante, que algunos establecimientos pizzeros hace ya tiempo que incluyen en sus cartas platos dulces que pueden incluir hasta chocolate. Pero para los puristas esto nunca dejará de ser una desviación sacrílega. Una interpretación apócrifa de la tradición alimenticia de la península que un día dominara el mundo. Hay múltiples formas de reaccionar a este hallazgo. Una es ignorarlo -o incluso volver a enterrar el mural, si se ha despertado uno belicoso-. Otra es aprovechar para abrir el debate de la tolerancia pizzera. Pavimentar el camino hacia el laissez faire comestible. Y que cada uno, con las consecuencias que ello pueda tener para su digestión, le añada lo que quiera a su disquito de pan.
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