Ya estoy aquí con otra sesión de (NATIONAL PRESENT)de la sección de NATIONAL GEOGRAPHIC.
Esta semana toca hablar Sherlock Holmes, el detective más famoso de la historia.Toca conocer este personaje literario que ha llegado al cine, si existo en verdad y donde proviene este historia.
Va estar muy bien conocer mejor a Sherlock Holmes.
Pues no me enrollo más y vamos al grano.
Curiosidades de la historia: episodio 172
Sherlock Holmes, el detective más famoso de la historia
Sherlock Holmes y el Dr. Watson en tren hacia Devon para investigar un asesinato y la desaparición de un famoso caballo de carreras. Relato de Arthur Conan Doyle publicado en The Strand Magazine.
Nacido en Edimburgo, en 1859, con ascendencia irlandesa, Arthur Conan Doyle era hijo de un dibujante, mientras que la genealogía de su madre se remontaba a los primeros Plantagenet, reyes medievales de Inglaterra y señores de Irlanda. Tras estudiar medicina, empezó a ejercer en Southsea, una zona residencial de Portsmouth, en el sur de Inglaterra. Con una clientela escasa, el joven médico mataba el tiempo escribiendo ficción.
En 1887, cuando tenía 28 años, publicó su primer relato en el anuario navideño Beeton’s Christmas. La historia se titulaba Estudio en escarlata y no tuvo una especial repercusión. Pero en ella aparecía un personaje destinado a convertirse en un mito universal: el detective Sherlock Holmes. O más bien una pareja de personajes, porque junto a Holmes aparece siempre el doctor Watson, su amigo, consejero y narrador de las historias.
Pese a que no obtuvo un éxito inmediato, Estudio en escarlata llamó la atención del editor norteamericano Joseph M. Stoddart, que publicaba en Filadelfia la revista Lippincott’s. Stoddart viajó a Londres en 1888.
El 30 de agosto cenó en el hotel Langham con dos autores a los que quería encargar sendas novelas: Oscar Wilde y Conan Doyle. El resultado del encuentro fue El retrato de Dorian Gray, la única novela de Wilde, y El signo de los cuatro, la segunda aventura de Sherlock Holmes.
En esta novela, la figura del detective se acerca más a la que se popularizó a través de los posteriores relatos cortos. Arranca cuando una mujer le pide ayuda para que la acompañe en una enigmática cita; al mismo tiempo, la joven recibe unas valiosas perlas de parte de un anónimo benefactor.
En el primer capítulo, titulado «La ciencia del razonamiento deductivo», Holmes nos deslumbra con varios ejercicios de observación y deducción que ilustran la facultad que distingue al personaje por encima de ninguna otra.
«La observación me indica que ha estado usted en la oficina de correos de Wigmore Street, y gracias a la deducción sé que allí puso un telegrama», le dice Holmes a Watson. «¡Exacto! ¿cómo ha llegado a saberlo?», se sorprende el doctor. Holmes no puede evitar reírse de la sorpresa de su amigo. «Es la sencillez misma –asegura, antes de marcar los límites entre observación y deducción–.
La observación me dice que lleva usted un pegotito de barro rojizo en el borde de la suela. Delante de la oficina de correos de Wigmore Street han levantado el pavimento y esparcido algo de tierra, de tal modo que resulta difícil no pisarla al entrar».
Cuando Watson le pregunta cómo dedujo lo del telegrama, el detective le revela que estuvo atento a lo que había hecho aquella mañana, lo que le permitió saber que no había escrito una carta ni había tocado los sellos ni las postales del escritorio. «Así pues, ¿a qué iba a entrar en la oficina de correos si no era para poner un telegrama?», concluye Holmes, antes de pronunciar una de sus citas más célebres: «Una vez eliminadas todas las demás posibilidades, la única que queda tiene que ser la verdadera».
El doctor Bell y Sherlock Holmes
Para entender cómo nació en la mente de Conan Doyle esta figura de un detective maestro del arte de la deducción hay que remontarse a 1876, cuando el futuro escritor ingresó en la Facultad de Medicina de Edimburgo y se convirtió en alumno y ayudante de Joseph Bell, el cirujano jefe del hospital de la ciudad y médico personal de la reina Victoria en sus visitas a Escocia.
Bell era famoso por su capacidad de observación y sus atinados diagnósticos, que elaboraba con una mezcla de perspicacia, conocimientos enciclopédicos y dotes deductivas. Antes de iniciar una exploración clínica, adivinaba detalles de la actividad profesional y de la vida privada del paciente… y le añadía unas gotas de teatralidad, como muestra una escena ocurrida en el invierno de 1877.
Un día, los estudiantes llenaban el auditorio del Hospital Real. En el escenario, el doctor Bell estaba junto a un paciente. «¿Qué le pasa a este hombre? –pregunta a un alumno–. No puede tocarlo ni explorarlo. ¡Use sus ojos, señor mío! Use su oído, su cerebro, su capacidad de observación, sus poderes de deducción», le advierte.
«Tiene un problema en la cadera, por eso cojea», balbucea el joven. «Olvídese de la cadera, no tiene nada que ver con su cojera. ¡Nada! –estalla Bell mientras señala los pies del hombre–. ¿Se ha fijado en sus zapatos? Mírelos, tienen unos cortes laterales hechos con un cuchillo en las zonas donde es mayor la presión sobre el pie; los juanetes le impiden andar bien. Y, sin embargo, no está aquí por eso».
Tras descolocar, como siempre, a sus estudiantes, Bell prosigue: «Su problema es más grave: estamos ante un caso de alcoholismo crónico». Bell se dirige a la sala. «La nariz enrojecida, la cara hinchada, los ojos inyectados de sangre, las manos temblorosas». Toma la chaqueta del paciente. «Y mi diagnóstico lo confirma esta botella de whisky que asoma del bolsillo». La muestra al auditorio mientras concluye: «Nunca, caballeros, nunca dejen de confirmar sus deducciones».
«Eran las palabras de Bell, pero la voz es la de Holmes», explicó el editor Howard Haycraft, que publicó la anécdota. En efecto, hay pocas dudas de que Doyle se inspiró en su profesor para dar forma al detective. En una carta a Bell, de 1892, el escritor reconocía que «es a usted a quien debo la creación de Sherlock Holmes. Alrededor de la deducción, la inferencia y la observación que le he oído inculcar, he tratado de construir un hombre».
Holmes, un detective real
El personaje literario de Sherlock Holmes se asemejaba mucho a un nuevo tipo de profesional que emergió a lo largo del siglo XIX, sobre todo en el Reino Unido, Francia y Estados Unidos: el detective privado. Aunque en Estudio en escarlata Sherlock Holmes presumía de ser el primer detective consultor del mundo, en realidad tenía múltiples precedentes.
Los detectives eran hijos del liberalismo y «no hay liberalismo sin cultura del peligro», como ha señalado el filósofo Michel Foucault. La burguesía del siglo XIX tenía por encima de todo miedo al escándalo –familiar, social o económico–, y necesitaba información veraz para realizar sus negocios con seguridad. El detective nació para ocuparse de ello y para mantener en la esfera privada los asuntos privados, algo que no garantizaba la policía.
Las dos figuras capitales para el desarrollo de la profesión fueron el francés Eugène Vidocq y el escocés-americano Allan Pinkerton. El primero, un antiguo presidiario y soplón, fue jefe de la policía de París antes de pasarse al sector privado. En la década de 1830 creó algunas rutinas de investigación que todavía se utilizan. Pinkerton, por su parte, fundó la agencia más influyente de la historia en Chicago, en 1850, y estableció las bases técnicas y organizativas de la moderna actividad de investigación.
Sin embargo, y aunque ello resulte sorprendente, hay que señalar que Conan Doyle apenas prestó atención a estos dos detectives, pese a que ambos publicaron libros sobre sus experiencias. Tan sólo puede señalarse que en el cuento La aventura del Círculo Rojo incluyó a un agente de Pinkerton, y otro inspira la novela El valle del terror.
La influencia de Poe y Gaboriau
Más que Vidocq o Pinkerton, en la construcción de Sherlock Holmes tuvieron un mayor peso los cuentos policiales de Edgar Allan Poe y los folletines del francés Émile Gaboriau. De hecho, Conan Doyle concibió a Holmes como una mezcla entre el doctor Bell y C. Auguste Dupin, el sagaz protagonista de los relatos de Poe.
De sus cuentos tomó, además, la figura del narrador, un compañero de aventuras del detective que se maravilla ante sus hazañas. El escritor quería que los lectores se sintieran identificados con ese narrador, por lo que lo dotó de los atributos del inglés medio y lo bautizó con un nombre anodino: John Watson, doctor en medicina y veterano de la guerra de Afganistán.
En cuanto a Gaboriau, su influencia se nota en la capacidad de los relatos para atrapar al lector, aunque Doyle abominaba de la truculencia de los folletines. Gaboriau se había inspirado en Vidocq para modelar su personaje de Monsieur Lecoq, del que también hay huellas en Holmes. Contamos con algunas pistas de esa influencia.
Entre los títulos que Doyle barajó para Estudio en escarlata estuvo Una madeja enredada, tomado de una máxima de Lecoq: «Lo difícil es escoger desde el principio, en una madeja enredada, el hilo principal que debe llevarnos a la verdad a través de todas las marañas, ardides, silencios y falsedades del culpable».
Muerte y resurrección
Tras las dos primeras novelas, el personaje de Sherlock Holmes saltó realmente a la fama a través de los posteriores relatos breves. A principios de 1891, el agente del escritor envió dos cuentos de Sherlock Holmes a la revista The Strand. El primero, Escándalo en Bohemia, apareció en el número de julio.
El éxito fue apoteósico y las ventas de la revista se dispararon. Las doce primeras historias se reunieron en el volumen Las aventuras de Sherlock Holmes. Dos años más tarde, convencido de que su talento daba para más y agobiado por las exigencias de público y editores, Conan Doyle se hartó de su personaje.
Cuando The Strand le pidió una nueva serie de doce cuentos, el escritor exigió una inusitada cantidad de dinero. Quería que la rechazaran para poder librarse del detective, pero la treta no funcionó: The Strand aceptó sus elevadas condiciones, convirtiéndolo en el escritor mejor pagado del mundo.
Pero Conan Doyle no desistió de su empeño. En la última entrega, El problema final, el autor mató a su personaje. Lo despeñó en las cataratas de Reichenbach durante una pelea con su archienemigo, el profesor James Moriarty.
Su madre se lo echó en cara y los lectores protestaron ruidosamente; se dice que los hombres llevaban bandas negras de luto por la calle, la familia real británica mostró su disgusto y más de 20.000 lectores cancelaron sus suscripciones a The Strand.
Pero, a pesar de las presiones, Doyle resistió ocho años sin escribir una sola línea sobre Holmes. Hasta que en 1901 el detective reapareció en la novela El sabueso de los Baskerville; para mantener la coherencia, el autor situó la acción antes del episodio de las cataratas.
Un año después, Doyle resucitó al personaje en La aventura de la casa vacía, haciendo creer que Holmes en realidad no había muerto en Reichenbach y que luego se había mantenido oculto. A partir de entonces, Holmes siguió protagonizando historias hasta 1927, tres años antes de la muerte de Conan Doyle.
Sherlock Holmes aparece en sesenta relatos de Doyle, el llamado Canon holmesiano, entre los que hay cuatro novelas. Sin embargo, Watson cita otros ochenta casos muy sugerentes de los que no ofrece más detalles, como El asunto de los cameos del Vaticano.
Los clientes de Holmes
En los cuentos, los clientes de Holmes respondían al perfil típico de los que acudían a las agencias de detectives de mayor renombre de la época: caballeros y damas de la burguesía en apuros y altos funcionarios y aristócratas con asuntos delicados de Estado. Los casos más importantes de Holmes, sin embargo, eran menos habituales.
En total, se enfrentó a 37 asesinatos e intentos de homicidio, delitos que apenas abordaban los investigadores privados reales. El resto de encargos eran muy similares: robos, chantajes, desapariciones, estafas... Y, como ellos, Sherlock Holmes cobraba por su trabajo.
«Escucho la historia [de mis clientes], ellos escuchan mis comentarios y luego me embolso mis honorarios», dice en Estudio en escarlata. Eso sí, la generosidad de sus clientes más ricos –gobiernos y casas reales– le permite aceptar varios casos sin retribución.
En todo el mundo, los primeros detectives privados se enfrentaron a la hostilidad de la opinión pública, que los veía como unos oportunistas que explotaban la miseria ajena. Que muchos de ellos procedieran de la policía, un cuerpo siempre sospechoso de corrupción, no hacía más que agravar esa percepción.
Pero aquella visión negativa empezó a cambiar con la publicación de las aventuras de Sherlock Holmes. Desde el principio, Sherlock Holmes apareció como el detective ideal. Era un caballero y respetaba los códigos sociales.
Además, hurgaba lo justo en las vidas ajenas para resolver los misterios y, desde luego, nada trascendía más allá de la puerta de su domicilio en el número 221 B de Baker Street, en Londres.
Frente a la tradicional brutalidad de la policía, él usaba el raciocinio y el método científico propios de unos tiempos en los que la sociedad evolucionaba más rápido que sus anquilosadas instituciones.
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