Ya estoy aquí con otra sesión de (NATIONAL PRESENT)de la sección de NATIONAL GEOGRAPHIC.
Esta semana toca hablar Reinas de Egipto: las mujeres poderosas del país del Nilo. Esposas, madres e hijas de reyes, su cercanía al monarca les confería un
poder que algunas reinas del país del Nilo supieron aprovechar, incluso
hasta el punto de adoptar el título masculino de faraón.Que mejor que conocer mejor a Cleopatra o Nefertari sus logros porque son parte de la historia de Egipto.
Pues no me enrollo más y vamos al grano.
Reinas de Egipto: las mujeres poderosas del país del Nilo
Pintura procedente de la tumba de la reina Nefertari, esposa de Ramsés II, en el Valle de las Reinas, en Luxor.
Esposas, madres e hijas de reyes, su cercanía al monarca les confería un poder que algunas reinas del país del Nilo supieron aprovechar, incluso hasta el punto de adoptar el título masculino de faraón.
Lujosos ajuares, tumbas, estatuas, textos y templos son un testimonio veraz del protagonismo excepcional que tuvieron en la sociedad egipcia las mujeres de la familia real, esposas y madres de reyes. Desde siempre se ha reconocido el alto grado de libertad de que gozó la mujer en Egipto, muy superior al papel secundario que se le otorgó en otras culturas de la Antigüedad, incluidas Grecia y Roma.
Hablar, pues, del protagonismo excepcional de las mujeres de la realeza no parece una exageración. Pero ello no debe hacernos creer que disfrutaran de igualdad de derechos y oportunidades respecto a los hombres. Nada más lejos de la realidad, sobre todo cuando hablamos del ejercicio del poder.
La mujer de la realeza define su estatus con relación a la figura del rey: sus títulos son «Madre del Rey», «Esposa del Rey», «Hija del Rey». Ello indica una posición de sumisión y dependencia, pero también sugiere una proximidad al poder que con toda certeza las reinas aprovecharon para ejercerlo con mayor o menor intensidad.
Una naturaleza divina
¿Hasta qué punto las mujeres de la realeza compartieron la naturaleza divina del faraón? Para responder debemos tener en cuenta, entre otros aspectos, la estrecha relación del soberano con la tríada divina más famosa: la formada por Osiris, su hermana y esposa Isis, y el hijo de ambos, Horus. Dada la estrecha relación del rey con el dios, el faraón se presentaba ante su pueblo a imagen y semejanza de Osiris, es decir, en compañía de su divina esposa, y no junto a una mujer mortal carente de atributos divinos.

Fresco de Amarna en el cual se representa a dos jóvenes princesas, hijas de Akhenatón y Nefertiti. Museo Ashmolean, Oxford.
Una ley no escrita, pero ya mencionada por el historiador Manetón en el siglo III a.C., es la llamada «ley de la heredera». Según esta ley era la mujer de la realeza quien otorgaba a su hijo y heredero el derecho divino a reinar. A su vez, el nuevo rey, para transmitir el derecho al trono a su sucesor, debía desposarse con una mujer de estirpe real, capaz de transferir la naturaleza divina a su hijo.
En el caso de que no hubiera descendencia real masculina, un pretendiente a la corona podía desposarse con una mujer de sangre real y quedar, así, legitimado para gobernar y transmitir esta legitimidad a sus descendientes.
Sin embargo, durante el Imperio Nuevo tenemos ejemplos de grandes esposas reales de origen plebeyo que contradicen esta ley, como Teti Sherit, esposa del faraón Taa I, de la dinastía XVII, y abuela de Ahmosis, el fundador de la dinastía XVIII; o la reina Tiy, esposa de Amenhotep III. También encontramos una gran y hermosa reina de origen incierto: Nefertiti, nuera de Tiy y esposa de Akhenatón, el «faraón hereje».
Sin duda, la abundante información de que disponemos sobre esta época hace que parezcan más numerosos los casos en que la «ley de la heredera» no se cumplió. Por el contrario, muchos ejemplos desde el Imperio Antiguo hasta el período ptolemaico (la época de los faraones griegos) demuestran con certeza que la «ley de la heredera» se cumplió. En conclusión, se puede afirmar que el rey optó por actuar o no de acuerdo con esta ley según sus intereses.
Matrimonios sagrados
La unión consanguínea de los faraones con sus hermanas e hijas ha hecho correr ríos de tinta entre los estudiosos. Parece probado que entre la población egipcia no existía esta costumbre, sólo practicada por la familia real. Para explicarla debemos recordar de nuevo a la pareja divina formada por Osiris e Isis. ¿No eran hermanos estos dioses? Y el faraón y su esposa, hermanos divinos en la tierra, ¿no debían comportarse como sus hermanos celestiales?
Desde este punto de vista, la unión incestuosa adquiere un alcance ritual y simbólico que refuerza el halo divino de los cónyuges reales. El caso de Ramsés II, de la dinastía XIX, que tuvo numerosas esposas y muchísimos hijos varones, y que también se desposó con algunas de sus hijas, no encaja en la «ley de la heredera», pero sí en este imperativo de la realeza divina. Otro elemento religioso que confirma los atributos divinos de las mujeres reales es la teogamia, la unión de una mujer mortal y un dios.
En este ritual, la madre del faraón, ya fuese de sangre real o de origen plebeyo, «conoce» al dios Amón-Re, que se une a ella en el lecho nupcial durante el acto de la procreación, sustituyendo al faraón pero adoptando su aspecto. De este modo, la soberana alcanzaba una consideración semidivina a partir de su unión carnal con el dios.
La teogamia aparece representada en las paredes de los templos de Deirel-Baharipara Ahmose, madre de la mujer-faraón Hatshepsut; en el templo de Luxor para Mutemuia, madre del faraón Amenhotep III; y en el Ramesseum para Tuy, madre de Ramsés II. No existen representaciones de este ritual en el Imperio Antiguo, seguramente debido a los escasos vestigios arquitectónicos de esta época que se han conservado, pero nos queda el testimonio de un texto: el Papiro Westcar.

Relieve que muestra a la reina Hatshepsut, tocada con la corona Roja del Bajo Egipto realizando la carrera ritual durante su Heb Sed, jubileo real.
Esta recopilación de cuentos, que se remontan al Imperio Antiguo, incluye la historia de la esposa de un sacerdote de Re, la dama Ruddjedet, que fue visitada por aquel dios y engendró a los tres primeros soberanos de la dinastía V: Userkaf, Sahure y Neferikare Kakai. La identidad de esta dama se ha asociado con la mítica reina Khentkaus, esposa de Neferikare y posiblemente madre de dos faraones, una personalidad femenina que dejó una notable impronta en esta dinastía.
Como vemos, la madre del rey desempeñaba un papel de suma importancia junto a su hijo y éste, en agradecimiento, mencionaba siempre el nombre de su madre en su tumba real. A su muerte, la madre del rey gozaba de una sepultura de acuerdo con su categoría, y con los rituales y los ajuares funerarios que merecía.
No podemos dejar de mencionar el riquísimo ajuar de Hetepheres, soberana de la dinastía V que fue esposa de Esnofru y madre de Keops: fue enterrada con sillones, una silla de mano, una cama con incrustaciones de ébano y oro, y gruesos brazaletes de plata con incrustaciones de piedras semipreciosas.
Ya en tiempos del Imperio Nuevo encontramos a Ahmosis Nefertari, esposa del faraón Ahmosis, el fundador de la dinastía XVIII. Poseyó un nuevo y significativo título que posteriormente ostentaron otras reinas: el de «Esposa del Dios», que incluía una presencia muy destacada de la soberana en el ritual del culto divino diario. También se le ofreció el título de «Segunda Sacerdotisa de Amón», nunca antes concedido a una mujer y al que renunció a cambio de donaciones y beneficios económicos.
De ella podemos decir que compartió con su esposo Ahmosis el poder político y también su esencia divina. Fue tal el fervor que suscitó en el pueblo egipcio, que se la adoró como una divinidad durante siglos. Con su reinado comenzó el período más glorioso de la historia de Egipto, y también el más notable en el devenir de las grandes esposas y madres reales que, además del título de «Gran Esposa Real», ostentaron los de «Señora de las Dos Tierras», «La que ve al Dios», «Grande en gratitud» y «Aquella que ve a Horus y Set».
En todo caso, la falta de testimonios arqueológicos más allá de la estatuaria y los ajuares funerarios nos impide describir a las grandes esposas reales de los imperios Antiguo y Medio como consejeras del soberano y mujeres cercanas al poder.
Pero la gran cantidad de esculturas en las que el monarca aparece junto a la reina con un brazo sobre sus hombros, o abrazados ambos por la espalda, los dos andando al mismo paso y con la mirada hacia el infinito, no deja dudas sobre el peso político de la esposa real, y permite considerar su papel más como complemento dinástico y de poder que como un mero objeto de culto ritual.
El ejercicio del poder
Sí conocemos el poder que podía ejercer la esposa del faraón cuando a la muerte de éste quedaba un heredero de corta edad. Desempeñaba entonces la regencia junto al niño-rey, en algunos casos de forma institucional y en otros solamente de hecho.

Nefertari, la Gran Esposa Real de Ramsés II, representada en una pintura de su tumba en el Valle de las Reinas.
Este último fue el caso de la madre de Pepi II, de la dinastía VI, cuyo nombre aparece en el cuarto año de su reinado, siendo todavía un niño, junto al de su madre, la reina Meryre Ankhemes. Un caso mucho mejor documentado es el de Ahhotep. Su esposo Taa IIy su hijo mayor Kamo se habían muerto en la guerracontra los invasores hicsos, y Ahhtep ejerció la regencia con carácter institucional durante la infancia de su segundo hijo Ahmosis.
Logró mantener la unidad de país y más tarde lo siguió gobernando mientras su hijo expulsaba definitivamente a los hicsos. El origen de la gloriosa dinastía XVIII, de la que Ahmosis fue el primer soberano, debe mucho a la fortaleza y determinación del linaje femenino formado por Teti Sherit, su hija y regente Ahhotep, y su nieta Ahmosis Nefertari, la esposa del libertador de Egipto.
Los harenes reales La sociedad egipcia, muy tradicional y amante de la familia, no practicó la poligamia, pero los faraones gozaron de este privilegio desde las primeras dinastías. Las segundas esposas y concubinas, elegidas entre las hijas de nobles y altos funcionarios, poseían títulos que certificaban su relación con el monarca: «Segunda Esposa», «Gran Ornamento Real», «Belleza del Palacio».
Con el paso del tiempo, los matrimonios del faraón obedecieron también a imperativos diplomáticos, y las princesas extranjeras empezaron a llegara los populosos harenes reales. Se conoce la existencia de un harén en Menfis durante el reinado de Micerino, de la dinastía IV, y parece ser que uno de sus sucesores, Sahure, recibió una princesa de Biblos como segunda esposa.
Durante las dinastías XVIII y XIX hubo muchos matrimonios con princesas extranjeras, que formaban parte de alianzas. Por el contrario, los faraones –en lo que era una forma de autoestima– se negaban a ceder a sus hijas a príncipes extranjeros, y de esta forma mantenían su superioridad frente a países como Babilonia, Mitanni o el reino hitita.
La Gran Esposa Real de Ramsés II, Nefertari, compartió a su esposo con muchas otras bellas de palacio, con sus hijas e hijastras y con diversas princesas extranjeras. Algunas grandes esposas reales poseyeron su propio palacio, sus tierras y su corte, como la reina Tiy en Malkata, pero la mayoría de mujeres del ámbito real vivía en uno de los harenes situados en Menfis, Tebas y Medinet el Ghurab (en el oasis de El Fayum).
Cada harén era una institución independiente, con sus posesiones y su administración. Los harenes fueron auténticas ciudades e importantes centros de producción y consumo de bienes suntuarios. Eran el centro de la política matrimonial del faraón, y el lugar donde los hijos reales eran educados.
Y aún más: entre sus paredes se planearon intrigas, conjuras y asesinatos. El harén fue el contrapunto a la consanguinidad de la monarquía: propició la introducción de savia nueva en la familia real, en la que se asentaba la continuidad del Estado egipcio.
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