jueves, 24 de marzo de 2022

LA RAZÓN Y LA CULTURA 25 (Cuando hablábamos en latín)

 

Martes y como no toca una entrada de LA RAZÓN Y LA CULTURA vamos con dos nuevos artículos Cuando hablábamos en latín y el otro Democracia, parlamentarismo y asambleas, ¿un invento del siglo XIX?.

 

 

Cuando hablábamos en latín

 

El bachillerato que prepara el Gobierno pretende reducir la historia antigua y regatear a los estudiantes un pasado en que nuestro país dio a Roma productos, escritores y emperadores

 

Seneca


Seneca FOTO: La Razón La Razón

Con la llegada a las costas de la Península Ibérica de pueblos colonizadores procedentes del Mediterráneo oriental (fenicios y griegos), se inició un proceso de intercambios materiales y culturales en los territorios occidentales frecuentados por estos navegantes que acabaron provocando una profunda transformación de su mapa político, económico y social. Este secular proceso afectó especialmente a las sociedades autóctonas, las cuales, a pesar de su imagen de fragmentación tribal, no dejaron por ello de desarrollar una civilización propia y de largo alcance territorial, cuyo elevado nivel puede apreciarse gracias a los múltiples testimonios escritos y restos arqueológicos: elaboración y manufactura metalúrgica, producción artesanal, arte, urbanismo, uso de la escritura, compleja estructura social, etc.

Posteriormente, con la aparición en escena de los cartagineses en el último tercio del siglo III a.C., la Península Ibérica quedó insertada de golpe en el centro de la política mediterránea, convertida sin saberlo en la manzana de la discordia entre las grandes potencias de la época: Cartago y Roma. Atraídos por los múltiples recursos del país, los romanos no tardarán en disputar a los cartagineses sus recién adquiridas posesiones. La Segunda Guerra Púnica, la primera confrontación bélica de gran escala librada por pueblos foráneos en litigio por el control de las ubérrimas regiones hispanas, cambiará de repente su orientación y destino.

La intervención de Roma llevará finalmente a la conquista del territorio hispano, materializándose por vez primera la unidad política de las diferentes etnias diseminadas por toda la geografía peninsular bajo la administración de una potencia exterior. Mediante la incipiente presencia masiva de romanos e itálicos en Hispania se fomentará la integración de sus dispares territorios en una mancomunidad política, económica, social y religiosa denominada Imperio romano. Ningún otro pueblo foráneo conseguirá influir de manera tan persistente y decisiva sobre los destinos del país y de sus habitantes. La romanización, capaz de recubrir eficazmente las peculiaridades autóctonas –sin llegar a suplantarlas– y de sentar las bases de una nueva identidad hispanorromana, suscitará rechazos y adhesiones a la vez y se configurará como el principal agente de transformación política, religiosa, económica y social. Durante la secular dominación romana, Hispania, tanto por voluntad propia como por presión ajena, se convertirá en uno de los más sólidos soportes del Estado romano, tanto de la República primero como del Imperio con posterioridad. Sus múltiples aportaciones especialmente visibles en el área de los intercambios económicos (metales, cultivos agrícolas, salazones, etc.) pero de forma más espectacular si cabe en el campo de las letras (Mela, Séneca, Lucano, Marcial, Columela, Quintiliano), la política (Balbo, Trajano, Adriano, Teodosio) o la religión (Osio, Dámaso, Prisciliano) contribuirán a reducir las distancias entre el centro y la periferia, al tiempo que estrecharán los vínculos entre las elites provinciales y la Urbe.

La cristianización pondrá de relieve la profunda inserción de Hispania en el ámbito religioso del Imperio y determinará el camino a recorrer por la sociedad hispanorromana en su trayectoria final. En la época de transición de la Antigüedad al Medievo, la Península Ibérica, cuya unidad se desgarra con motivo de las invasiones germánicas, aparece como un territorio culturalmente romano, entre la integración dentro del incipiente marco político europeo creado por los pueblos germánicos y la marginación de partes significativas de su población. Esta, que habita mayoritariamente en el medio rural, habla (con excepción de los vascones) una lengua basada fundamentalmente en el latín. En las ciudades, las huellas del pasado romano permanecen vivas y prolongan las señas de continuidad e identidad dentro de un mundo sujeto a profundas crisis y transformaciones. Por otra parte, persiste un cúmulo de diferencias regionales determinadas por factores naturales o por la geografía política y humana, niveladas durante algún tiempo, pero que nunca lograrán ser superadas definitivamente. Unidad y multiplicidad: este lema puede emplearse desde un principio como motivo principal para analizar la Península Ibérica en la Antigüedad, condicionada por la decisiva influencia secular de Roma en la mayor parte de su territorio.

En fin, la relevancia de nuestra Hispania antigua es extraordinaria, como afirmaba ya Plinio (NH 34, 203): «(Tras Italia), y a excepción de la fabulosa India, he de colocar a Hispania con sus regiones bañadas por el mar, en verdad, aunque tiene tierras secas, allí donde el suelo es fértil produce en abundancia cereales, aceite, vino, caballos y metales de todo género, productos en los que es igualada por la Galia, pero Hispania la supera por el esparto de sus regiones áridas, por la piedra especular, por la belleza de sus pigmentos, por su ardor para el trabajo, por la actividad de sus gentes y por su resistencia física y por el ímpetu de su corazón». ¿Podemos ignorar el elogio de Plinio? El estudio de este brillante pasado nuestro en bachillerato no puede quedar de lado, como pretende la reforma que, según ha trascendido, prepara el gobierno.

 

 

 

Democracia, parlamentarismo y asambleas, ¿un invento del siglo XIX?

 

La reducción de las humanidades en el plan del Gobierno es un deliberado plan para borrar la historia de Occidente

 

Maria de Castilla, mujer de Alfonso el Magnánimo, en «Comentaris dels Usatges de Barcelona», de 1448


Maria de Castilla, mujer de Alfonso el Magnánimo, en «Comentaris dels Usatges de Barcelona», de 1448 FOTO: La Razón La Razón
 
 

Volviendo sobre «el nuevo (viejo) currículo de Historia de España» que se quiere imponer a los jóvenes españoles, cabe plantearse una nueva serie de dudas. Digo viejo, porque no es una novedad que se quiera reducir nuestra memoria –un término tan acariciado por los políticos que juegan a historiadores– a un par de siglos. De hecho, el plan de estudios actual solo contempla un trimestre (unos 5 temas de estudio) dedicado a las etapas históricas que no sean la contemporánea y la de reciente creación «Historia del Mundo Actual», prácticamente periodismo para los historiadores, pues ni siquiera ha pasado por la criba de los años para decantar las diferentes posiciones. En el examen de la EVAU, o EBAU según otros prefieren, se plantea a los estudiantes solo preguntas breves referidas a las etapas del denominado por ellos «Antiguo Régimen», concepto ampliamente debatible, dejando el desarrollo de temas largos solo para la Historia Contemporánea y del Mundo Actual. Hasta el punto de tener que resumir en cinco líneas periodos y formas de gobierno (de personajes e historia social ni hablamos) que abarcan varios siglos, un grado de síntesis que ni siquiera los especialistas más formados encontramos fácil alcanzar. Después de tamaña hazaña, la pregunta se califica con una puntuación insignificante. ¿Nos pueden explicar en qué consiste la reforma?

Si consideramos el deseo de construir una ciudadanía informada y consciente que valore la democracia de su país, es evidente que necesitaremos acudir al concepto griego de democracia y ver cómo va evolucionando a lo largo de los siglos. Por una parte, cómo se va generalizando el concepto de ciudadano, no solo a unos pocos de los habitantes de un Estado, sino a todos aquellos que lo habitan durante un tiempo determinado y pagan lo impuestos y reparten las cargas de trabajo con el resto de los hombres libres que ocupan ese espacio. Es curioso que este concepto de vecindad triunfe nada menos que en el siglo XIII, con la recepción del Derecho Romano en los reinos cristianos de la Península a través de las aulas universitarias. Un concepto de vecindad que permitía la formación de los concejos, que se gestaron varios siglos antes como asambleas vecinales en los pórticos de las iglesias de toda la Península, y que se consolidaron en los ayuntamientos que perduran hasta hoy. No en vano el nombre de concejales proviene de estas instituciones asamblearias, a las que pertenecía cualquier hombre libre que tuviera las obligaciones ya mencionadas en la comunidad, fuera del grupo religioso o social que fuera. Cualquier vecino podía gozar también de la protección de sus conciudadanos cuando se aventuraba más allá de los límites del alfoz –magnífica palabra árabe que desconoceríamos si no estudiáramos la Edad Media– para sus negocios.

El concejo negocia, marca los límites de la convivencia, organiza la vida diaria, gestiona impuestos… (¿lo mismo que nuestro ayuntamiento?) y también envía sus representantes a la más insigne de las reuniones que caracteriza la democracia de los tiempos modernos: las Cortes. Allí donde nuestros representantes votados –como votados eran los concejales en la Alta Edad Media, y los procuradores de Cortes que representaban a las ciudades de los reinos entre ellos– tienen acceso a las más altas instancias de gobierno para reclamar aquello que les parecía legítimo para sus intereses. Y no por casualidad las Cortes estaban presididas por el rey o la reina. Pocas veces se nos enseña que los primeros reinos parlamentarios son los de la Península Ibérica, precediendo incluso a Inglaterra, con su manida Carta Magna (1215) que ni siquiera se pudo implementar.

Un motivo de orgullo

Si nuestros jóvenes supieran y memorizaran que en 1164 las ciudades aragonesas asistieron ya a una asamblea reunida en Zaragoza por Alfonso II, mientras que en 1188 tuvo lugar la primera gran reunión de lo que entonces se denominó Curiam plenam del reino de León bajo Alfonso IX, con ciudadanos elegidos por cada una de las ciudades, mientras que ni en el Sacro Imperio Romano Germánico ni en Inglaterra o Francia los burgueses tenían representación, ya podríamos criar europeos orgullosos de sus orígenes. Es evidente que en estas Cortes no estaban representadas las mujeres, los campesinos feudales ni los marginados, pero las ciudades sí llevaban asuntos que se referían a las minorías religiosas, y no siempre en detrimento suyo. Y los ordenamientos de cortes, negociados por los presentes con el rey, y firmados por él, se colocaron en el primer lugar de la precedencia de fuentes del derecho ya durante el reinado de Alfonso XI (1348), seguidos de cerca por los fueros de cada ciudad o lugar, y solo en último lugar por las Partidas de Alfonso X. Es decir, que el marco legal de los reinos cristianos –qué no decir de la Corona de Aragón, donde las cortes de cada reino decidían separadamente– se define por la voluntad de las Cortes, de todos los ciudadanos, desde la Edad Media, ¡y no desde el siglo XIX, como nos quieren hacer creer!

 

 

TODA LA INFORMACIÓN LO HE

ENCONTRADO EN LA PÁGINA

LA RAZÓN






 

 

 
 Pirata Oscar 

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