Carlos Sainz ha vuelto a hacerlo. Ha ganado su cuarto Dakar. Nunca dejará de impresionarnos. Realmente ya había dejado sentenciada la victoria el jueves, tras el hundimiento por avería de Sebastian Loeb en la última jornada de dureza, que dejaba la etapa final como un mero trámite, aunque en el deporte en general, y en las disciplinas de motor en particular, hay que ser muy prudente. Hasta el rabo todo es toro. Y Sainz lo sabe mejor que nadie. “Mi experiencia me dice que las carreras hay que acabarlas”, advirtió el día anterior a los periodistas desplazados en Arabia Saudí. Una frase que nos transporta, inevitablemente, al famoso grito de su copiloto Luis Moya en el Mundial de Rallys de 1998: “Trata de arrancarlo, Carlos, por Dios”. ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En esta ocasión no hubo susto. La excepcionalidad fue aquello. Ha pasado tanto tiempo, camino de 26 años, que a algunas generaciones les sonará a leyenda.
Ese es el gran mérito de Sainz, que ya era un campeonísimo en la década de los 90, cuando conquistó dos títulos de rally con el Toyota Celica. Y lo sigue siendo ahora, a los 61 años, que serán 62 en abril, al volante del Audi E-Tron, un vehículo pionero en la lucha por el Touareg por su motorización eléctrica híbrida. Ese es otro de los grandes dones del madrileño, su capacidad para construir coches campeones. Sus cuatro victorias en el Dakar han sido con cuatro marcas diferentes: Volkswagen, Peugeot, Mini y Audi. Añadan también Toyota a la lista de coronados, cuando corría el WRC. El piloto español culmina así el ambicioso proyecto del fabricante alemán, que abandonará el Dakar para centrarse en la Fórmula 1. Sainz tiene que buscar nuevo hogar. Y suena Ford. ¿Se imaginan el quinto con un quinto coche? No veo a nadie apostando en contra. También podría ser que se jubile. O no. El futuro dirá. Hoy, en el presente, lo que toca es celebrar.
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