lunes, 18 de abril de 2022

NATIONAL GEOGRAPHIC 34 (POST HISTORY) (El Cid, un mercenario convertido en leyenda)

 

 

 

Ya estoy aquí con otra sesión de (POST HISTORY)de la sección de NATIONAL GEOGRAPHIC.

 

Las dos entradas que os traigo en la primera hablaremos de Caballeros medievales, entre la historia y la leyenda y para la segunda parte tenemos La Marsellesa, banda sonora de la Revolución francesa.

 



Entre los siglos XII y XIV, mientras los jinetes acorazados se imponían en los campos de batalla, la caballería encarnó los ideales de valor, generosidad, cortesía y defensa de la Cristiandad. A lo largo de la Edad Media y durante los primeros compases de la Edad Moderna, el juego caballeresco se plasmó en infinidad de simulaciones bélicas: en forma de torneos por equipos, donde los caballeros combatían por escuadras, en justas individuales, donde se trataba de descabalgar al adversario, o bien a través de otras actividades como pasos de armas, juegos de cañas o mesas redondas.

Señores, mirad al mejor caballero que nunca visteis. Os diré quién es, escuchadme: se llama Folco y es sobrino de Girart... Oíd sus cualidades: es noble, cortés, educado, franco, de buena familia y de bellas palabras, diestro cazando en bosques y riberas, lo sabe todo del ajedrez, las tablas, los dados y toda clase de juegos. Nunca negó su riqueza a nadie sino que todos tuvieron de él lo que quisieron. Nunca demoró el hacer actos honrosos. Amó intensamente a Dios y a la Trinidad. Desde que nació nunca llegó a una corte en que si se hacía o discutía algo malo no le causara gran pesar no poder arreglarlo... Siempre fue amado como buen caballero, honrando a los pobres y a los humildes y juzgando a cada uno según lo que vale».

Con estas palabras se describían, en la Chanson de Girart de Roussillon, las cualidades que debía poseer un buen caballero, en este caso personalizadas en el joven Folco, sobrino del protagonista. Nos encontramos a mediados del siglo XII, en los comienzos del fenómeno de la caballería, pero en estas líneas desfilan todas y cada una de las características que aún atribuimos a la caballería medieval.

 

Entre la realidad y la ficción

El rasgo más destacado de aquel grupo social es una forma de comportamiento que aglutinaba elementos que aún reconocemos como deseables, como la cortesía, la educación y la honestidad, pero también la largueza y la generosidad. Incluía, cómo no, la formación en el ejercicio de las armas, pero iba más allá: la caza, el ajedrez y los juegos en general formaban parte de la formación del caballero, a la que había que sumar los valores cristianos y el gusto por la literatura; no es casual que los orígenes de la novela europea se deban buscar en la literatura artúrica, que narraba las gestas del legendario rey Arturo y sus caballeros. Esta triple esencia militar, aristocrática y cristiana definirá a la caballería europea medieval y de principios de la Edad Moderna.

Pero la caballería no se agota en estas tres coordenadas. Quizá la manera más sencilla de acercarse a ella sea a través de los propios caballeros, ya sean reales, como los que desfilarán por las siguientes páginas, o literarios, como el joven Folco que abría este texto, ya que la línea que separa a unos y otros es difusa: si los modelos literarios influyeron en el comportamiento de los caballeros reales, la vida de estos últimos proporcionó abundante material a la ficción literaria.

 

En torno a la mesa del Rey Arturo

 

 Los caballeros de Camelot

 

Esta miniatura del siglo XIV muestra a Galahad siendo presentado a los caballeros de la Mesa Redonda. 

Foto: Fine Art / Album


De entre las múltiples imágenes procedentes del mundo artúrico, la Mesa Redonda es una de las más poderosas. En ella tomaban asiento tanto el rey Arturo como sus caballeros para discutir los asuntos que concernían al mítico reino de Camelot. Según las distintas versiones, la Mesa fue creada bien por el mago Merlín, a imitación de la mesa de la Última Cena, bien por Uther Pendragon, padre de Arturo. Tomar asiento en la Mesa era la mayor dignidad a la que podía aspirar un caballero del universo artúrico. En ella, por su forma circular, no existía jerarquía entre quienes participaban en las reuniones, lo que constituía un símbolo de la fraternidad que suponía pertenecer al cuerpo de la caballería.

 

Los nueve de la fama

 

Así los representó el pintor Giacomo Jaquerio en el castillo italiano Della Manta, en Saluzzo. Siglo XV.

Foto: DEA / Album
 

La extensión de los ideales de la caballería en el siglo XIII llevó a ver en los héroes del pasado a los grandes caballeros de la historia. A principios del siglo XIV esta idea se condensó en los Nueve de la Fama, que ejemplificaban valores y virtudes caballerescas. La primera tríada de caballeros, que procedía de la Antigüedad clásica, estaba formada por el troyano Héctor, Alejandro Magno y Julio César. La segunda, que presentaba las virtudes de los caballeros del Antiguo Testamento, incluía a Josué, el conquistador de Canaán, al rey David y a Judas Macabeo. Por último, los caballeros del pasado cercano estaban representados en las figuras del rey Arturo, el emperador Carlomagno y Godofredo de Bouillon.

 

Godofredo de Bouillon

Un buen punto de partida para nuestro periplo caballeresco es Godofredo de Bouillon (hacia 1060-1100). Considerado a partir del siglo XIV uno de los Nueve de la Fama, Godofredo es uno de los referentes sobre los que se articuló el molde de la caballería. Hijo del conde Eustaquio II de Boulogne y de Ida de Lorena, fue junto a sus hermanos uno de los principales dirigentes de la primera cruzada, en la que no tardó en destacar. Su fama y prestigio entre el heterogéneo grupo de barones que comandó la expedición fueron tan grandes que, una vez conquistada Jerusalén, fue elegido como el primero entre ellos, y se le ofreció el trono del nuevo reino de Jerusalén. Godofredo, en un gesto de mesura que encumbró su faceta más caballeresca, rehusó coronarse rey: según él nadie debía llevar corona de oro allí donde Cristo había llevado la de espinas. En su lugar, aceptaría el título de Defensor del Santo Sepulcro.

Como no podía ser menos en un caballero tan señalado como Godofredo, la fama del personaje no se agota en este hecho. Alrededor de su figura se tejieron evocaciones literarias, tanto relativas a su periplo en Tierra Santa como otras destinadas a engrandecer su estirpe. En este sentido, la que gozó de mayor fama es la leyenda del Caballero del Cisne. En sus primeras versiones contaba la historia de un caballero anónimo, pero a finales del siglo XII el personaje se vinculó a la dinastía de los Bouillon: el misterioso Caballero del Cisne resultó no ser otro que el abuelo materno de Godofredo, una historia que aunó realidad, literatura y leyenda en torno a la figura de uno de los caballeros más reconocidos de la Cristiandad.

Esta mezcla de evocación literaria, deformación de la realidad y ensalzamiento de los valores caballerescos tuvo un largo recorrido en la Europa medieval, especialmente en el mundo anglo-francés. En este sentido, pocas figuras resultan más sugerentes que la de Guillermo el Mariscal (hacia 1145-1219). De él se llegó a decir, en la corte del rey de Francia, que era el mejor caballero del mundo. Un halago magnífico, y más viniendo del enemigo más encarnizado que tuvieron los reyes de Inglaterra en vida de Guillermo. El Mariscal sirvió fielmente a cuatro de ellos, incluso en los momentos más adversos de sus reinados, y se erigió como el modelo de las virtudes caballerescas de su época, llegando a ser, al final de su vida, regente del reino durante la minoría de edad de Enrique III.

 

El enigmático caballero del cisne

 

Un mundo de fantasía

 

Tapiz de una serie sobre la historia del Caballero del Cisne, hecha en Bruselas a principios del siglo XVI.

Foto: AKG / Album
 

La evolución del mito del Caballero del Cisne es un buen ejemplo de la capacidad de absorción de la literatura caballeresca. En su primera aparición, en el Dolopathos (un texto de finales del siglo XII), apenas sabemos nada del misterioso caballero que, en un barco arrastrado por un cisne, rescata a la doncella en apuros. Apenas unos años después, el misterioso caballero vuelve a hacer acto de presencia en un cantar de gesta del ciclo cruzado, Le chevalier au cigne, como el abuelo legendario de Godofredo de Bouillon. En el siglo XIII, diversos autores del ámbito alemán, como Wolfram von Eschenbach o Konrad von Würzburg, retomaron la historia de este caballero, que Wagner usaría para componer su opera Lohengrin en 1850.

 

Guillermo el Mariscal

Conocemos los pormenores de la vida del Mariscal gracias a la historia de su vida encargada por uno de sus hijos. A través de sus versos somos testigos del ascenso rutilante de Guillermo, desde la salida de la casa paterna para iniciar su formación de caballero, como le correspondía por su papel de hijo segundón, hasta las últimas horas de su vida. El periplo vital de Guillermo, pese a la excepcionalidad de su figura, nos permite observar muchos aspectos de la vida de los caballeros de la época.

En tal sentido, asistimos a su formación en la casa del poderoso noble normando Guillermo de Tancarville, tío de su madre, a su investidura como caballero en 1166 y su primera campaña militar, en la que ya se distingue. Al poco, el joven Guillermo entra en contacto con una actividad que marcará su vida y se convertirá en una verdadera pasión: los torneos. Estos certámenes, lejos de la imagen romántica que tenemos de ellos, se asemejaban más a una guerra simulada, por equipos, donde las cuadrillas de jóvenes caballeros podían demostrar su valor y labrarse renombre, fama y, cómo no, fortuna.

 

Castillo de Chinon

 

Enrique II de Inglaterra, a cuyo servicio estaba Guillermo el Mariscal, eligió Chinon (con su castillo en imagen) como sede de los dominios en Francia que le aportó su matrimonio con Leonor de Aquitania.

Foto: Sylvain Sonnet / Gtres
 

En la época del Mariscal, esta práctica se encontraba en su momento álgido y Guillermo destacó siempre como el mejor de los combatientes en estos encuentros. Descabalgó y capturó a más de medio millar de adversarios durante más de una década, de torneo en torneo. Esto se traducía en una ingente cantidad de rescates, que, junto con el botín resultante de la captura de los arneses y las monturas permitió al Mariscal ejercer sin freno una de las características más preciadas entre los jóvenes caballeros de la época, la largesse.

Largueza en el reparto del botín, centro de la cultura del don y del regalo, que permitía forjar lealtades y practicar la generosidad. El ascenso de Guillermo, a través de los torneos, fue meteórico: en 1179 llegó incluso a formar su propia compañía de batalla, con motivo del torneo organizado durante la coronación de Felipe Augusto, el joven rey de Francia.

 

Fidelidad ante todo

En paralelo a esa forma de vida, el Mariscal actuó también como maestro de armas y hombre de confianza del príncipe Enrique, hijo de Enrique II de Inglaterra, destinado a reinar. Por desgracia, el joven murió antes de poder ceñir la corona, y Guillermo cumplió por él el voto realizado de viajar a Tierra Santa, donde combatió durante dos años junto a los templarios. Al volver, el rey le ofreció la más suculenta de las herencias del reino: la mano de Isabel de Clare, condesa de Pembroke, matrimonio que alzó al Mariscal a un puesto de honor entre la alta nobleza. Atrás quedaron los días de caballero errante.

Seguiría, eso sí, enseñoreándose de los campos de batalla: hasta el final de sus días fue el más fiel vasallo que pudieron tener los reyes de Inglaterra. Ya fuera defendiendo los intereses de Ricardo Corazón de León frente a Juan sin Tierra durante la regencia de éste último mientras el primero participaba en la tercera cruzada, ya fuera protegiendo, años después, al propio Juan cuando, a la muerte de Ricardo, se discutió su derecho al trono. Fue también uno de los pocos grandes nobles que se mantuvieron del lado de Juan sin Tierra durante la rebelión de los barones del reino, que obligaron al rey a conceder la Carta Magna, por la que aceptaba sus exigencias.

Esta fidelidad a ultranza a la Corona es también uno de los motivos que acrecentó la fama de Guillermo el Mariscal como el mejor de los caballeros de su tiempo. Fue leal hasta la muerte, que llegó poco después de su última gran victoria militar, la batalla de Lincoln, en 1217, donde expulsó al ejército francés que había invadido Inglaterra.

 

Descanso eterno

 

Posible estatua yacente de Guillermo el Mariscal en la iglesia del Temple de Londres, donde fue enterrado a su muerte, acaecida en 1219.

Foto: Alamy / ACI
 

El ascenso de un caballero

La existencia de Guillermo el Mariscal estuvo llena de episodios memorables que han llegado a nosotros a través de la Histoire de Guillaume le Marechal, una biografía suya en verso escrita a instancias de su hijo William, heredero en el condado de Pembroke. Conocemos multitud de detalles sobre su participación en decenas de torneos.

Uno de ellos nos habla del grado de peligro que podían suponer estas actividades: al término de un torneo especialmente crudo, Guillermo tuvo que recurrir a los servicios de un herrero para poder retirarse el yelmo. Había quedado tan abollado y deformado por todas partes que era imposible quitárselo. ¡Debió de ser un combate digno de verse!

La vida del Mariscal no se agota en los campos de batalla, ya fueran reales o simulados, como los torneos. Su proximidad a los círculos de poder le llevó a relacionarse con algunos de los personajes más importantes del momento, sirvió a cuatro soberanos (Enrique II, Ricardo Corazón de León, Juan sin Tierra y Enrique III), fue tutor de un príncipe e incluso regente de Inglaterra al final de su vida.

 

Castillo de Ferns

 

Emplazado en el condado irlandés de Wexford, el castillo de Ferns fue erigido por Guillermo el Mariscal en uno de sus dominios como conde de Pembroke.

Foto: Alamy / ACI

 

Ulrich von Liechtenstein

Los grandes caballeros no siempre se limitaron a ser el objeto de la fascinación de sus contemporáneos y protagonistas de leyendas o libros de gestas, sino que también cultivaron las artes por ellos mismos y reflexionaron sobre su vida y sus costumbres. El caso más significativo es quizás el del caballero estirio Ulrich von Liechtenstein (1200-1278), conocido no sólo por sus hazañas militares, sino por su faceta de poeta y minnesänger o trovador. Fue armado caballero en 1223 por Leopoldo VI de Austria, uno de los políticos y mecenas más destacados de su época, que potenció en su corte los valores cortesanos de la caballería. Ulrich no tardaría en destacar en el seno de la nobleza estiria y, a lo largo de su vida, ostentó los importantes cargos de senescal y mariscal. Pero si por algo Von Liechtenstein ha pasado a la historia es por su producción literaria.

Han llegado hasta nosotros dos de sus obras, el Frauenbuch o Libro de las damas, un lamento por la decadencia que sufría el cortejo a las damas en su propia época y que él consideraba una de las piedras angulares de la caballería, y el Frauendienst o Servicio a las Damas. Este último es una recopilación de poesías, en apariencia de tema autobiográfico, donde Ulrich reflexiona sobre los convencionalismos del amor cortés y las búsquedas caballerescas. Lo hace a través de dos aventuras en honor a su dama. La primera de ellas le lleva a recorrer los caminos y, disfrazado de diosa Venus, a competir en justas y torneos desde Venecia hasta Viena. En este periplo se enfrentará y derrotará –si hacemos caso a sus palabras– a varios centenares de caballeros. En la segunda aventura, disfrazado como el rey Arturo, vuelve a emprender un viaje con la intención de medirse con cuanto caballero se cruce a su paso, para engrandecer el honor de su dama.

 

El país de un caballero

 

Leopoldo VI de Austria fue también duque de Estiria, tierra natal de Ulrich von Liechtenstein. Castillo de Hochosterwitz, en Estiria

Foto: Alamy / ACI

 

La fama alcanzada por Ulrich ha llegado hasta nosotros no sólo a través de sus hazañas y sus obras: el caballero estirio quedó inmortalizado en las páginas de uno de los códices caballerescos más importantes conservados hoy día, el Codex Manesse. Confeccionado a principios del siglo XIV, es la recopilación más completa de poesía de los minnesänger, ilustrada, por si fuera poco, con 137 miniaturas de página entera, entre las cuales destaca la del propio Ulrich von Liechtenstein.

 

Jean le Maingre, Boucicaut

En la segunda mitad del siglo XIV, los campos de batalla de Europa confrontaron los ideales de la caballería con la realidad de una forma de guerra cada vez más orientada al choque de infanterías. A resultas de este choque, la caballería perdió el papel esencial que había desempeñado en los dos siglos anteriores y, a lo largo del siglo XV, quedó reducida a una suerte de vacío espectáculo cortesano, cuyas formas y ceremonial se hicieron más abigarrados a medida que la caballería se alejaba de los campos de batalla. En este período de transcición surgieron algunas figuras memorables, como la del caballero Jean Le Maingre (13661421), más conocido como Boucicaut.

Jean heredó de su padre no sólo su nombre y apodo (Boucicaut, el Bravo), sino también la proximidad al poder, pues era el mariscal de Francia. En su infancia fue paje en la corte y con tan sóolo doce años participó en su primera expedición militar. De él nos han llegado las referencias al extenuante método de entrenamiento que seguía y que le permitía realizar proezas, con la cota de mallas puesta, que a día de hoy nos parecen impensables. Boucicaut corría grandes distancias, practicaba saltos desde el suelo hasta la silla de montar de su caballo, hacía acrobacias varias e incluso era capaz de trepar por escaleras de mano sólo con la fuerza de sus brazos. No es de extrañar que el bueno de Le Maingre fuera el amo de los campos de batalla europeos durante dos décadas, desde que con apenas dieciséis años combatió en la batalla de Roosebeke (1382), antes de la cual fue armado caballero.

A partir de entonces su actividad se volvió frenética. En 1384 combatió junto a la orden Teutónica en su cruzada contra los lituanos, en el Báltico, y en los siguientes años actuó en la península ibérica, donde intervino en favor de Juan I de Castilla, cuyo reino había sido invadido por el inglés Juan de Gante; en los Balcanes, donde apoyó al emperador bizantino frente a los turcos, y en el Próximo Oriente, donde atacó y saqueó diversas ciudades (Trípoli, Sidón, Beirut...) de lo que hoy es Líbano.

Sus constantes éxitos militares encumbraron su carrera hasta llevarlo a ser, como ya había sido su padre antes que él, mariscal de Francia y, durante un breve período, gobernador de Génova. En la otra cara de la moneda se debe señalar su participación en dos de las derrotas más dolorosas de la caballería francesa: Nicópolis, contra los otomanos, en 1396, y Agincourt, contra los ingleses, en 1415.

Boucicaut tampoco escapó a una de las modas caballerescas que, nacidas al calor del siglo XIV, conocieron un gran auge durante la centuria siguiente: las empresas y órdenes de caballería. Junto con otros caballeros fundó la Empresa del Escudo Verde y la Dama Blanca, destinada a salvaguardar el honor, la fama y la reputación de las mujeres necesitadas de ayuda, una orden que años después se ganó los elogios de la escritora Christine de Pizan.

Son muchos los caballeros que se quedan en el tintero en este repaso a los grandes nombres de la caballería europea. Desde grandes figuras regias como Ricardo Corazón de León o Jaime el Conquistador, hasta combatientes de fortuna tales como Bertrand du Guesclin o John Hawkwood, aventureros como Pero Niño o grandes figuras de la explosión de la cultura caballeresca en el mundo borgoñón como Jacques de Lalaing. Nombres propios unidos por el sentido de pertenencia a un mundo de filiaciones, lealtades y comportamientos comunes que es, en definitiva, aquello a lo que llamamos caballería.

 

El amargo final de Boucicaut

 

                      La plegaria de un militar


Boucicaut y su esposa en una miniatura del libro de horas que lleva el nombre del militar. 1412-1416

Foto: Agence Bulloz / RMN-Grand Palais
 

Quizá la jornada más aciaga en la vida de Boucicaut fue la de Agincourt, el 25 de octubre de 1415. Aquel día la caballería francesa sufrió una tremenda derrota ante los ejércitos ingleses, y él poco pudo hacer para evitarla, aun cuando su experiencia en los campos de batalla lo convertía en uno de los referentes del bando francés y, junto a Charles d’Albret, en comandante del ejército; las continuas interferencias en la cadena de mano debidas al enfrentamiento entre los duques de Orleans y de Borgoña llevaron a la catástrofe. Boucicaut sufrió en sus propias carnes los estragos de la derrota: fue capturado por los ingleses y llevado a Inglaterra. Allí vivió sus últimos días como prisionero, en Yorkshire, donde murió seis años después.





La Marsellesa, banda sonora de la Revolución francesa

 

 

 Foto: Bridgeman / AC

 

Esta canción bélica nació en 1792 para animar a las tropas francesas en la guerra contra Austria. Se convirtió enseguida en himno de la Revolución y, desde 1879, de Francia

 

En la Francia de 1789, la mitad de los hombres y más del setenta por ciento de las mujeres no sabían leer. Por eso, uno de los medios más eficaces para transmitir las nuevas ideas revolucionarias fueron las canciones. Entre 1789 y 1800, los especialistas han contabilizado casi 200 himnos y más de 2.000 canciones populares de contenido político. Mientras que los himnos solían ser encargos de las autoridades para las ceremonias oficiales (coros, cantos fúnebres, odas…), las canciones tenían un carácter popular. Circulaban en hojas volantes o en opúsculos y almanaques, se reproducían en los periódicos y hasta se recopilaron en cancioneros. Había autores, chansonniers, que cantaban y vendían sus composiciones (o las de otros) en los puntos más concurridos de París, como el Pont Neuf, el Palais Royal o los Campos Elíseos. Pero otros muchos se limitaban a idear una letra que podía cantarse sobre una melodía ya conocida (de una opereta, un vaudeville o una canción folclórica). Estos paroliers eran casi siempre anónimos.

 

Entre 1789 y 1800, los especialistas han contabilizado casi 200 himnos y más de 2.000 canciones populares de contenido político

 

Los ciudadanos cantaban en todas partes: en los teatros, en los cafés, en las calles... Los líderes revolucionarios reconocían la utilidad de los cantos patrios. En 1793, el diputado Dubouchet declaraba: «Nada es más propio que los himnos y las canciones para electrizar las almas republicanas». En la asamblea, el público de entusiastas profería cánticos que llegaban al punto de interrumpir las sesiones, provocando las quejas de los diputados, entre ellos Danton. Entre las numerosas canciones políticas de esos años hubo algunas que alcanzaron especial popularidad, como el Ça ira, creada en 1790; La Carmagnole, de 1792, o el Canto de la partida. Pero fue La Marsellesa la que acabó convirtiéndose en símbolo de la Revolución.

Todo empezó el 24 de abril de 1792 con una cena en casa del alcalde de la ciudad fronteriza de Estrasburgo, el barón de Diétrich, quien encargó a un capitán de ingenieros y compositor aficionado, Claude-Joseph Rouget de Lisle, que compusiera un nuevo himno militar, considerando que el Ça ira no era adecuado para esa función.

La iniciativa no fue un capricho personal. En esos días la Revolución atravesaba una fase dramática. La creciente hostilidad de los partidos contra Luis XVI había alarmado a las monarquías absolutistas europeas, hasta el punto de que en agosto de 1791 el emperador Leopoldo II y el rey de Prusia lanzaron un ultimátum a la Asamblea Nacional: si no se respetaban los derechos de Luis XVI intervendrían militarmente. Fue el inicio de una escalada de declaraciones y de movilización de tropas que desembocó inevitablemente en la guerra. El 20 de abril de 1792, la Asamblea Nacional aprobó, de forma prácticamente unánime, declarar la guerra a Austria e hizo un llamamiento a todos los franceses para que se unieran al ejército que debía enfrentarse al invasor.

 

Ya desde la primera estrofa (Allons, enfants de la Patrie), los franceses son llamados a luchar contra los invasores, «los feroces soldados» que vienen «a degollar a vuestros hijos y compañeras»

 

El alcalde de Estrasburgo, al encargar el himno cuatro días después de la declaración de guerra, quería levantar la moral de los voluntarios que acudían a formar el nuevo ejército. De ahí justamente el nombre inicial del himno que compuso Rouget de Lisle, Canto de guerra para el ejército del Rin, y que el estribillo dijera: «¡A las armas, ciudadanos!», como en los bandos pegados en los muros de la ciudad que conminaban a los hombres adultos a alistarse. Todo el texto de la canción se refiere a este momento dramático. Ya desde la primera estrofa (Allons, enfants de la Patrie), los franceses son llamados a luchar contra los invasores, «los feroces soldados» que vienen «a degollar a vuestros hijos y compañeras». Las siguientes estrofas repiten la misma imagen: «¿Qué pretende esa horda de esclavos, / de traidores, de reyes conjurados? Se atreven a tramar / reducirnos a la antigua servidumbre [...] ¡Cohortes extranjeras, / harán la ley en nuestros hogares! / ¡Esas falanges mercenarias / derrotarán a nuestros fieros guerreros! [...] Unos déspotas viles serán / los dueños de nuestros destinos». La melodía transmite una perspectiva siniestra, como si se aproximase algo terrorífico que sólo puede ser vencido por la llamada a las armas del estribillo: «¡A las armas, ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! / ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura / abreve nuestros surcos!», en alusión a la sangre del enemigo que regará el suelo de la nación cuando el ejército francés lo derrote. Pese a su dureza, hay un instante compasivo con los soldados enemigos –«perdonad a esas víctimas tristes, / que a su pesar se arman contra nosotros»–, perdón que en cambio se niega a los «déspotas sanguinarios» que «desgarran el seno de su madre». La conclusión es una llamada a la lucha a ultranza: «Menos deseosos de sobrevivirles / que de compartir su tumba, / tendremos el orgullo sublime / de vengarlos o de seguirlos».

 

Himno nacional de Francia

El himno de Rouget de Lisle tuvo un éxito fulgurante. Sus vibrantes notas y su combativa letra se propagaron entre los soldados que marchaban a la frontera y, a través de ellos, por las ciudades y pueblos. Inevitablemente, el himno llegó a la capital. En junio de 1792, los partidos revolucionarios decidieron reunir en París una fuerza armada de 20.000 hombres para defender la capital en caso de invasión extranjera, los llamados «federados», que deberían estar listos para el 14 de julio, fiesta revolucionaria.

Un diputado llamado Barbaroux escribió a las autoridades de su ciudad natal, Marsella, para que enviaran 600 hombres. Provistos de una copia impresa del canto de Rouget de Lisle, los marselleses, a lo largo de su travesía hasta París, que duró del 3 al 29 de julio, iban cantando el himno en cada pueblo que atravesaban. Una gaceta de la época cuenta que «cantan el himno con gran fuerza, y el momento en que agitan sus sombreros y sus sables, gritando todos a la vez “¡A las armas, ciudadanos!” es realmente estremecedor. Han hecho que escucharan este himno guerrero en todos los pueblos que atravesaban, y estos nuevos bardos han inspirado así en el campo sentimientos cívicos y belicosos». Los marselleses se quedaron varias semanas en París, y en ese tiempo no cesaron de cantar el himno. «A menudo lo cantan en el Palais-Royal, y a veces en los espectáculos entre dos obras», decía la misma fuente. Fue entonces cuando los parisinos descubrieron esta música, que pasaron a llamar Himno de los marselleses, y después, simplemente, La Marsellesa.

Este himno acompañó a las tropas durante toda la Revolución. En septiembre de 1792, en la batalla de Valmy, la primera gran victoria de los ejércitos revolucionarios, se dice que el general Kellerman gritó: «¡Vive la Nation!», a lo que sus hombres respondieron entonando La Marsellesa. Para los combatientes, esta canción era una especie de amuleto. Un general escribió en una ocasión a su ministro: «He ganado la batalla, La Marsellesa combatía conmigo», mientras otro pedía un refuerzo de mil hombres y una edición de la canción para animar a sus hombres.

La Marsellesa emprendió así su camino para convertirse en himno nacional de Francia, o, como se la designó el 14 de julio de 1795, «canción nacional». Sin embargo, ese triunfo no fue instantáneo. El carácter virulentamente antimonárquico del texto hizo que el himno fuera vetado bajo Napoleón y durante la Restauración borbónica. Regresó fugazmente con la Revolución de 1830, para quedar de nuevo arrinconado bajo Napoleón III. Tras otro momento de gloria con la Comuna de París, como canción enseña de los sublevados, en 1879 la Tercera República le otorgó por fin la categoría de «himno nacional» de Francia.


 

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ENCONTRADO EN LA PÁGINA 

OFICIAL DE NATIONAL GEOGRAPHIC

 



 Pirata Oscar 

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