domingo, 28 de mayo de 2023

Muere Antonio Gala, el último icono del éxito literario del siglo XX

 

El autor de 'La pasión turca' fallece a los 92 años en el convento cordobés donde creó una fundación para impulsar a jóvenes creadores y donde se 'enclaustró' voluntariamente hace 15 años

 


Muere Antonio Gala: 7 frases para el recuerdoFoto: JOSÉ AYMÁ | Vídeo: EL MUNDO
 

Hasta hace una generación y media, Antonio Gala era el escritor que más aparecía en televisión. El que habitaba en lo alto de las listas de libros más vendidos. El que más teatro estrenaba. El que hablaba con mejor gracia desde una fulminante maledicencia. El que llevaba los bastones más descarados (su colección suma 3.000). El que mejor se anudaba al pecho las mangas del jersey echado previamente sobre los hombros, tan okey de paseo marítimo. El que se abrigaba con ponchos. El que comentaba sin sonrojo los enredos de culebrones como Cristal. El que escribía en los periódicos con desafío y con almíbar, según el momento. El que ocupaba horas de televisión sin perder la gracia.

Hubo un tiempo en España en que Antonio Gala lo hizo todo. Pero un día, descifrando bien el mensaje de los vientos, decidió retirarse. Fundó una fundación con su nombre para jóvenes creadores en un enlaberintado convento cordobés del siglo XVII y allí cumplió -en 3.500 metros cuadrados- con su lenta retirada a tiempo, mientras favorecía a poetas, narradores, dramaturgos, músicos y artistas a los que asumió como su descendencia. La fundación ha sido su obra más intensa. Y será, probablemente, la más duradera.

Antonio Gala ha muerto a los 92 años en Córdoba, donde pasó la adolescencia. La capilla ardiente se instalará en el salón de actos de la Fundación Antonio Gala y permanecerá abierta desde las 10 hasta las 17 horas del lunes.

Nació de rebote en Brazatortas (provincia de Ciudad Real). Era 1930. En la fachada de la que fue su casa hay una placa que lo recuerda como el más cordobés de los escritores de bautismo manchego. Creció como un niño extraño, destinado a algo distinto desde el nombre: Antonio Ángel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos Gala Velasco. No se llega a ser Antonio Gala de cualquier manera.

Sin adornos, Antonio Gala se fue desconectando del proceloso fervorín del mundillo literario que tan bien exprimió, que tanto le aupó. Quizá estaba cansado de ser esa marca de sí mismo. De adolescente descubrió con fervor la poesía de san Juan de la Cruz, Garcilaso y Rilke. A los 15 años comenzó la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Después Filosofía y Letras. También Ciencias Políticas en Madrid. Y de postre, Económicas. Se licenció en las cuatro. Incluso empezó las oposiciones al Cuerpo de Abogados del Estado, pero una disputa con su padre (médico) le empujó a dejar aquello para ingresar en el monasterio cartujo de Nuestra Señora de la Defensión -votos de pobreza, silencio, obediencia y castidad- donde lo pasó estupendamente hasta que le invitaron a irse. Antonio Gala llevaba demasiada pasión bajo el hábito cuando aún estaba postulando. Lo llevaron a la estación de Jerez en un isocarro, para asegurarse de que se iba, y en el trayecto atravesaron un barrio popular de la ciudad y de algunas ventanas salía a todo volumen la canción del verano de 1949, Y sin embargo te quiero, de Juanita Reina.

 

Antonio Gala
 
 
Antonio GalaJosé Aymá
 

De entre su baraja de títulos académicos escogió el otro camino: la literatura. Y se lanzó con empeño. Después de unos años haciéndose el sitio, decidió instalarse en Portugal. Allí aprendió a vivir de cualquier manera. Es decir: arriesgando noches, disfrutando de otros cuerpos, gozando de estar fuera de sitio. A finales de los años 50 regresó a España y en 1959 ganó un accésit del Premio Adonáis por su primer libro de poemas, Enemigo íntimo. También había empezado a escribir teatro. Aún necesitaba ocuparse en otras cosas para vivir y el sustento lo encontró como profesor de Historia del Arte y Filosofía hasta 1962, cuando cambió Madrid por Florencia. Allí escribió los poemas de La deshonra. Tenía decidido, sin vuelta atrás, que la escritura era su manera de estar en el mundo.

Fue desde el teatro y el periodismo -en Pueblo y Sábado Gráfico- como pudo salir de otros oficios -también trabajó en una galería de arte-. Era 1963. Los verdes campos del Edén, la primera comedia que estrenó y para la que escogió a Concha Velasco como actriz de su teatro, le concedió el primer gran éxito. La escribió en la vieja Underwood de su amigo Fernando Quiñones. Aquella obra fue una pieza jubilosa donde la gente conseguía divertirse en un tiempo de pocas jacarandas. Ya asomaban en el texto propuestas morales y cívicas contrarias al grisú de la dictadura.

Casi de seguido llegaron otras obras: Noviembre y un poco de hierba (1967), Spain's strip-tease (1970), Los buenos días perdidos (1972), Anillos para una dama (1973), Las cítaras colgadas de los árboles (1974) y ¿Por qué corres, Ulises? (1975). Antonio Gala era ya uno de los autores teatrales más famosos. Eso es: famoso. En las televisiones lograba proyectar a un personaje propio, que no era él exactamente sino lo que quiso que aplaudiesen de él entre la maldad oportuna, la repentización asombrosa y la cursilería calculada. Escogió personajes femeninos como paradigma de su escritura teatral y narrativa -que llegó más tarde-, y el desamor como el lugar desde donde explorarlo todo. Le gustaba de rodearse de gente a la que extraía secretos, confesiones, malestares, modales... Esas declaraciones eran parte de la argamasa de sus libros. Sacó provecho de algunos cisnes, como un Truman Capote con menos decilitros de ginebra en sangre y capaz de jugar mejor la misma partida. Así se confeccionó buena parte de su triunfo, dando pista a las cosas de otros.

En la Transición, entre 1976 y 1981, participó activamente en algunos de los debates políticos del momento. Ahí proyectó aún más su nombre. Se reveló en público como un hombre de izquierdas -de una izquierda "huérfana" de partido- y se posicionó frontalmente contra el ingreso de España en la OTAN. Contra la Iglesia. Contra los modales de aquel Ejército golpista del 23F. No esquivaba las consecuencias de lo que pensaba. Para entonces ya escribía en El País una serie de artículos titulado Charlas con Troylo. Sus apariciones públicas tenían la condición del espectáculo.

En los años 80, con mediación de su amigo Teodulfo Lagunero -uno de los avalistas económicos del PCE- adquirió su casa de verano, La Baltasara, en Alahurín El Grande (Málaga), hoy casa museo. Allí escribió sin pausa, blindado de soledad. Obras como Petra regalada (1980), Samarkanda (1985), Carmen, Carmen (1988) y La truhana (1992). Allí también impulsó negocios urbanísticos que le dispensaron nuevas polémicas.

Pero aún le quedaba un territorio más por explorar: la narrativa. Llegó tarde, pero llegó. Con su primera novela, El manuscrito carmesí ganó el premio Planeta de 1990. Tres años después redobló ventas con La pasión turca, que llevó al cine Vicente Aranda con Ana Belén de protagonista. Ahí rompió todos los récords. Gala era ya un figurón capaz de someterse también a un aislamiento tajante, aunque algunas de las fiestas que daba en su casa de la calle Triana tenían ecos míticos en Madrid. Por el desfase. Por los excesos. Por las confidencias. Algo tendrá que ver aquello con que Antonio Gala estuviese dos veces al borde de la muerte. Lo cuenta en su autobiografía, Ahora hablaré de mí (2000).

Ahí comenzó la desconexión lenta del ruido mundano del que tanto gozó. Tenía obra poética inédita que fue publicando como un último testamento, aunque sin el jolgorio de lo demás de su obra: Sonetos de La Zubia, Poemas de amor, o El poema de Tobías desangelado (2005). Había cambiado sus colaboraciones en prensa a EL MUNDO, donde mantuvo su recuadro de La tronera por dos décadas. Jugó con acierto a la confusión. Y le fue bien.

Antonio Gala, sin pretenderlo, fue el último sujeto pop de su generación. Un tipo que supo leer los apetitos de un tiempo ya diluido. Decidió disolverse en las brumas de sí mismo, huyendo del exhibicionismo de la decrepitud. Centró su entusiasmo de la última década y media en la fundación. Y allí desplegó una generosidad discreta, callada. Fue quitándose de todo: de la gente, de los periódicos, de las cámaras, de las entrevistas, quizá de la escritura. En su amplia celda del convento acumuló decenas de cuadernos escritos con letra de hormiga. Algún día saldrá algo de aquello. La última vez que lo vi, hace cinco años, se despidió con una frase diseñada para ser escrita: "A veces se vive de más. Y esa es otra condena". Para entonces llevaba años repitiendo una suerte de epitafio elegante y algo fatigado: "No os molestéis. Conozco la salida". Ya está.

 

 

 

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  Pirata Oscar 

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