Puede que el cine naciera con la imagen de unos obreros saliendo de una fábrica, pero fueron esos emigrantes desembarcando en Ellis Island filmados por Thomas A. Edison en 1903 los que dotaron al medio de su cualidad épica, de una condición trágica terriblemente dolorosa.
Cuando Brady Corbet nos muestra en la obertura de The Brutalist a Lászlo Thot (un increíble Adrien Brody) saliendo a cubierta tras zafarse de la negrura de la bodega de un naviero, no en vano lo primero que se ve es la Estatua de la Libertad.
Buchenwald, capitalismo y hormigón
¿Qué cuenta exactamente The Brutalist? Tras La infancia de un líder y Vox Lux, la tercera cinta como director del actor Brady Corbet, León de Plata al mejor director en el Festival de Venecia, sigue a este arquitecto judío que huye del Budapest de la inmediata posguerra tras sobrevivir en el campo de Buchenwald para recalar en Estados Unidos y comprobar si existe el sueño americano. Detrás ha dejado a su mujer y a su sobrina huérfana.
The Brutalist es, por tanto, la crónica del viaje de Thot por el lado más oscuro de esa tierra de oportunidades. Tres horas y media (intermezzo incluido) divididas en prólogo, primera y segunda parte –tituladas El enigma de la llegada y El núcleo de la belleza–, además de un epílogo, y construidas en torno al clásico relato de auge y caída moral, con una de esas narrativas 'bigger than life' tan características de ese cine de antaño que la película pretende imitar.
Y es que si algo logra precisamente Corbet es transmitir desde el primer momento del filme la pesadumbre que lleva consigo el protagonista; una losa existencial que Brody –frágil y escuálido, con ese aspecto de eterno extranjero– encarna a la perfección. Los ecos a El pianista, de Roman Polanski, son evidentes.
Rodeándolo, como si fueran a asfixiarlo, la grisácea fotografía de Lol Crawley, la honda e hipnótica partitura del artista británico Daniel Blumberg y un vínculo subrepticio entre las atrocidades del nazismo y la maldad inherente en ese sistema capitalista que tomaba velocidad de crucero tras la guerra. Desigualdades de clase, arribismo y perversas relaciones de poder cimientan, de este modo, el sueño de grandeza (arquitectónica) del protagonista.
En The Brutalist, Corbet no abandona, sin embargo, esa inclinación hacia la ambigüedad y la provocación de la que ya había hecho gala en sus filmes anteriores. Más allá del controvertido epílogo, que a juicio de esta cronista solo puede leerse en clave irónica como si fuera una afrenta más hacia el malogrado protagonista, el cineasta tan pronto sostiene su relato en la sutileza como se lanza a la crudeza más sórdida, embistiendo contra todo.
Quién sabe si finalmente The Brutalist entrará en el canon de los grandes relatos cinematográficos sobre la nación americana, como Ciudadano Kane, de Orson Welles; El manantial, de King Vidor; América América, de Elia Kazan; La saga El Padrino, de F. F. Coppola; Érase una vez en América, de Sergio Leone; o Pozos de ambición y The Master, de Paul Thomas Anderson.
No
hay duda de que Corbet aspira a eso. Y también que, contradiciendo el
provocativo corolario que propone el cineasta, en su película el viaje
es probablemente mucho más estimulante que el destino de llegada. Pocos
se atreverán a negar su exceso de rotundidad, para bien y para mal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario