El Diccionario de autoridades se creó entre 1726 y 1739, con el objetivo de “explicar el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad”
“Limpia, fija y da esplendor”: este es el lema de la Real Academia Española (RAE) desde que se fundara en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco, VIII marqués de Villena, y bajo reinado de Felipe V, quien colocó a la institución bajo su protección. Este eslogan se marcó como ejemplo del propósito de la RAE, que era el de “fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza”. Pero no buscaba -ni busca- juzgar, seleccionar, aceptar ni discriminar conceptos, sino más bien normativizar aquello que, por uso y necesidad en nuestro idioma, la propia sociedad va marcando con el tiempo. De esta manera, el elemento por excelencia que aúna el conocimiento sobre el significado de nuestras palabras y expresiones es el diccionario, de uso generalizado y visita sistemática ante cualquier duda. Y, como todo, hubo una primera vez, una primera edición que fue dedicada al Rey Felipe V y que tomó el nombre de “Diccionario de autoridades”.
Publicado entre 1726 y 1739, este fue el primero confeccionado por la RAE, y su título real era el de “Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua”. Con esto, el sobrenombre es el de Diccionario de autoridades, y nació, explica la RAE, “pensando que una lengua necesita contar con una norma culta sustentada en el uso de los mejores escritores”. Es decir, cada artículo del volumen está acompañado de citas de autores que ejemplifican o corroboran la definición, como pueden ser Santa Teresa de Jesús, Diego de Saavedra Fajardo, Francisco de Quevedo, Inca Garcilaso de la Vega, Juan de Mena, Miguel de Cervantes o Antonio de Nebrija, entre otros.
Primer tomo del Diccionario de autoridades
En el prólogo de esta obra se establecieron los criterios lexicográficos, ortográficos y gramaticales que seguiría la RAE, así como menciona los que serían sus precedentes, como el caso del “Tesoro de la lengua castellana o española” (1611), de Sebastián de Covarrubias. Asimismo, responde a la preocupación que en la época tenían los primeros académicos, sobre la pureza del castellano, pues era una lengua que había alcanzado su perfección en el Siglo de Oro, y que podía corromperse con el paso del tiempo.
Como ejemplo del funcionamiento de esta obra y para comprender la exposición de este diccionario, tomamos la definición de “corazón”. Lo define como “Parte la más noble y principal del cuerpo humano y de los animales: el qual es un pedazo de carne dura, que termína en punta, y está situado en medio del pecho. Es el primero que se forma y aníma, y el postrero que muere, y es como un centro, principio y fin de movimiento”. A esto, a modo de autoridad, le acompaña una alusión a un escrito de Santa Teresa de Jesús: “Viale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego: este me parecía meter por el corazón algúnas veces, y que me llegaba a las entrañas”. Así como a unas palabras del Quijote de Cervantes: “Lo que a mi me admira es, que sé tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis proprias manos”.
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LA RAZÓN
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