El legendario y salvaje pianista del rock fallece a los 87 años después de una vida de escándalos, autodestrucción y culpa. Con su marcha, se da por perdido un tiempo, el de los pioneros del género
Jerry Lee Lewis, tocando salvajemente
Jerry Lee nació en el seno de una familia hillbilly, como muchos pioneros del rock & roll blanco: Elvis Presley o los Louvin Brothers pertenecían a esa comunidad de emigrantes atrasada, ignorada y tan esclavizada y precaria como los afroamericanos. Si Johnny Cash no era “hillbilly”, desde luego recogía algodón de sol a sol como ellos con las manos desnudas. El joven Jerry Lee es el menos virtuoso de la familia salvo para buscarse problemas y meterse en líos y estamos hablando de una extensísima familia en la que todos tienen sus deslices. Destilan alcohol casero, se expresan en un dialecto incomprensible y celebran rituales religiosos a medio camino entre el cristianismo y el vudú, a buen seguro con un pie en la blasfemia. El joven Jerry se escapa por las cantinas y las tabernas a escuchar a los hombres rudos contar sus historias y cantar sus canciones. Negros y blancos cantan y pelean, trasiegan brebajes de mil demonios. Él escucha, al piano y la guitarra, las canciones que hablan de dolor y de derrota. Sus padres, que saben que tiene talento, compran un piano haciendo un enorme esfuerzo económico.
Aunque los padres de Jerry Lee quieren que se aleje de esa vida nocturna y vaya a la iglesia, hay algo superior a sus fuerzas. Se había casado con 16 años, como es habitual en el sur en aquella época, pero esa no es su vida. Un día toca al piano un espiritual en la iglesia a la que acude toda la comunidad y se da cuenta de que, mientras con una mano (la derecha) puede seguir la partitura, lenta y solemne, con la otra (la izquierda) puede acelerar su ritmo para que suene como en las tabernas. Es “My God is real” en estilo boogie-woogie. A los fieles les encanta, gritan de emoción, pero al pastor, no. Le expulsan de la iglesia y ya sabe el único camino que quiere tomar: la música. Y el pecado, claro. Pasa las noches en los locales y se va labrando un nombre como pianista y como juerguista. Desde estos primeros momentos, dentro de él habrá siempre una lucha de fuerzas. Hace música del Diablo y lo sabe. Al menos, eso es lo que le han enseñado. Pero es lo que ama y no podrá librarse de esa contradicción en muchos años.
Es cuestión de tiempo que quiera pasar a grabar y lo consigue con un aliado inesperado: su padre, el mayor opositor a la vida licenciosa que lleva Jerry Lee, le ayudará a grabar su primer disco. Es 1956 y el éxito de Elvis Presley quizá convence a Elmo Lewis de que hay una profesión para la que su hijo sirva en esta vida. Memphis no está tan lejos de Louisiana si viajas al norte por la Highway 61. Y allí se presenta un día a tocar el timbre de Sun Records, de Sam Phillips. Graba un par de temas sin demasiado éxito y a finales de año se produce la noche histórica en la que coincide en el estudio con Elvis, Carl Perkins, Johnny Cash, en una imagen que bautizan como “El cuarteto del millón de dólares”. Vaya si lo eran. Al año siguiente, publica “Whole Lotta Shakin’ Going On”, que arrasa en tod el país, aunque es catalogada de “inmoral” por sus alusiones sexuales, que hoy suenan cándidas e inocentes. La siguiente canción no era suya, pero Sam Phillips vence las reticencias de Lewis para que grabe “Great Balls Of Fire” pese a que considera que el contenido es blasfemos. La canción logra ser número uno en Estados Unidos y en Reino Unido y termina por convencer a Sam Phillips de que puede dejar marchar a Elvis con Columbia: ya tiene su nueva estrella. Se hace llamar “The Killer”.
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