Esta semana en la sección de CULTURA, LA RAZÓN Y ARTE la entrada de este martes hablaremos sobre La plancha, una historia sin arrugas vamos a conocer mejor sobre este objeto que es tan importante en la vida cotidiana. Como eran los primeros y de que estaban hechos.
La plancha, una historia sin arrugas
Tal y como la conocemos aparece a finales del siglo XIX, utilizándose previamente planchas de hierro calentadas al fuego o barras de hierro en la Antigüedad
Alisar la tela de la vestimenta es una costumbre que puede remontarse al mundo griego donde las túnicas se estiraban con un hierro circular caliente que se frotaba sobre el tejido, bien para alisarla o para marcar el drapeado. Dos siglos más tarde, los romanos ya planchaban y plisaban con un mazo plano de metálico que se calentaba en el fuego y que literalmente martilleaba las formas deseadas en las túnicas y mantos. En el siglo XII se empleaban planchas de madera o de vidrio conjuntamente con almidón para endurecer las telas de los trajes de reyes y damas nobles y la plancha de metal no aparece hasta finales del siglo XV. En el ajuar doméstico de damas como Beatriz Galindo, conocida como La Latina, profesora de latín y dama de la reina Isabel de Castilla, se encontraban planchas planas de cobre, redondas o cuadradas en forma de tablero que a gran temperatura servían para alisar los tejidos.
A mediados del siglo XVII empezaron a popularizarse las planchas de hierro fundido de forma triangular y mango de madera. Este tipo de planchas se conocieron en Inglaterra como «sad-iron», hierros sólidos, que se calentaban en una fuente de calor como una estufa de hierro. Se usaban de modo simultáneo varias planchas que se utilizaban de modo consecutivo, cuando una se enfriaba se tomaba otra caliente que estaba sobre la fuente de calor, de modo que no interrumpían su trabajo. Las familias europeas acomodadas utilizaban la plancha llamada «caja caliente» provista de un compartimiento para carbón o un ladrillo previamente calentado. Las familias más pobres todavía utilizaban la plancha sencilla de hierro, con mango, que se calentaba periódicamente sobre el fuego. La gran desventaja de esta plancha era que el hollín se adhería a ella y pasaba a las ropas. La imagen del planchado era una estampa habitual en las cocinas de casi todas las casas. El agarradero o manilla, fuera de madera o de metal, se cubría con un paño para no quemarse las manos. Además, previamente se debía limpiar la plancha. Generalmente se utilizaban para ello viejas sábanas, al igual que para que no se quemara ni manchara la prenda.
El desarrollo urbano del siglo XIX y la difusión de las ideas de higiene personal y doméstica dieron lugar a la organización de los servicios que, en muchos casos, posibilitaron que algunas tareas se realizaran fuera de los hogares, utilizando estos servicios las familias más pudientes. Lavar y planchar la ropa se convirtió en un oficio que requería mano de obra que se especializaría en lavar y planchar existiendo locales acondicionados para ello. Normalmente este tipo de trabajo era escasamente valorado y con muy poca retribución económica realizado normalmente por mujeres. Surgen así las lavanderas y planchadoras, como trabajo realizado generalmente por mujeres con una estructura de economía informal y, por tanto, escasamente valorada y con poca retribución. La actividad de la planchadora podía realizarse de manera individual o en grupo y sus principales clientes eran las familias con altos recursos económicos, los hoteles u otros establecimientos como restaurantes y tabernas.
A principios del siglo XX, en 1903, existen en Madrid 77 lavaderos, situados a lo largo del Manzanares, principalmente en el distrito de Palacio, y en menor medida en el de Latina. En la misma fecha los talleres de planchado se reparten por todos los distritos llegando a existir 229 talleres en Madrid. En las ciudades donde las familias adineradas pasaban el verano también se desarrollaron este tipo de oficios. A principios del siglo XX en el barrio donostiarra de Ondarreta, que entonces era de clase obrera, existían unas planchadoras muy famosas, conocidas como las Larrea, que incluso planchaban la ropa de la realeza. En San Sebastián se produjo un auténtico «boom». Un ejemplo es que en el padrón de oficios en talleres de planchado y almidonado de 1871 estaban inscritas un total de 17 planchadoras. En 1912 ascendían a 29 talleres.
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