Ya estoy aquí con otra sesión de (NATIONAL PRESENT)de la sección de NATIONAL GEOGRAPHIC.
Seguiremos con los que os conté y los dos articulos de esta semana son Maharajás, los fabulosos príncipes de la India y en la segunda parte hablaremos de El imperio del terror de Nerón.
Pues no me enrollo más y vamos al grano.
Maharajás, los fabulosos príncipes de la India
Bajo el gobierno británico, los maharajás de la India vivían en palacios de ensueño, entregados a toda clase de lujos y excesos. Pero con la independencia del país en 1947 ese mundo propio de las 'Mil y una noches' llegó a su fin
En 1858, después de ahogar en sangre el llamado Gran Motín Indio, el gobierno británico proclamó el Imperio británico de la India, el Raj. Culminaba así la empresa de sometimiento del país asiático que los ingleses habían puesto en marcha desde finales del siglo XVIII. Hasta entonces ese dominio se había ejercido a través de una asociación de comerciantes privados, la Compañía Británica de las Indias Orientales, pero la rebelión de los cipayos en 1857 mostró la necesidad de que el gobierno de Londres asumiera directamente la administración del país.
Pero no de todo el país. Bajo el nuevo gobierno colonial, junto al territorio administrado directamente por el virrey inglés y sus funcionarios existían nada menos que 565 Estados principescos que gozaban de una amplia autonomía. Éstos se dividían en tres categorías. En la cima estaban 118 Salute States, «Estados con derecho a salvas», un término que se refiere al derecho que tenían sus gobernantes –que se titulaban maharajás, rajás o nababs– de ser recibidos por hasta 21 salvas de cañones a su llegada a la capital, Delhi. En medio figuraban los 117 Non-salute States, «Estados no acreedores a salvas», que tenían una jurisdicción limitada. Y el resto eran Estados no jurisdiccionales, liderados por talukdars, thanedars, thakurs y jagirdars, terratenientes hereditarios sin jurisdicción civil.
Este imponente palacio-fortaleza del siglo XV perteneció a los Sindhia, una dinastía de maharajás que rigieron Gwalior hasta 1948.
Los europeos imponen su ley
Sólo los maharajás disfrutaban de jurisdicción plena dentro de sus Estados, aunque eso no significaba que fueran independientes, pues era el gobierno británico el encargado de mantener el ejército y las relaciones con los países vecinos. El Raj británico aseguraba las fuentes de ingresos a los maharajás fieles y sabía cómo adularlos concediéndoles títulos y honores; por ejemplo dedicándoles salvas con más fusiles. Se les exhortó a que se anglificaran e incluso se construyó una universidad para príncipes, el Rajkumar College de Rajkot, donde recibían desde pequeños una educación elitista inglesa. Por lo demás, perdido el ancestral deber de proteger a su pueblo –un vínculo sagrado entre gobernante y gobernados, llamado rajá-prajá–, los maharajás se dedicaron a disfrutar de sus riquezas llevando una vida de complacencia y derroche.
La Pax Britannica les había prohibido lo que estaban acostumbrados a hacer, luchar entre ellos, así que muchos dejaron sus mediocres residencias en el interior de las ciudades y sus toscas fortalezas rurales para mudarse al lujo de modernos y suntuosos palacios construidos por arquitectos ingleses. Como escribió Rudyard Kipling, lo único que les quedaba era «ofrecer un espectáculo a la humanidad». Sayajirao Gaekwad III, maharajá de Baroda, hizo construir el palacio Laxmi Vilas, en Vadodara, en el Estado de Gujarat, que en su época fue la construcción privada más grande del mundo, con un tren privado y un campo de polo, por lo que no es de extrañar que en sus memorias el príncipe heredero contara que le costó dos años orientarse en él.
La Pax Britannica les había prohibido lo que estaban acostumbrados a hacer, luchar entre ellos, así que muchos dejaron sus mediocres residencias en el interior de las ciudades
Ram Singh, maharajá de Bundi, terminó de construir y embellecer el palacio de Bundi, un edificio inmenso en Rajastán que Rudyard Kipling definió como «un castillo como el que los hombres levantan para sí mismos en inquietos sueños […] que se levanta dentro y fuera de la ladera, una gigantesca terraza tras otra, y domina toda la ciudad». Otra impresionante residencia palaciega fue el palacio Jagatjit, inspirado en el de Versalles, donde había estado su propietario, Jagatjit Singh (1872-1949), maharajá de Kapurthala, un reconocido francófilo, amante de los Rolls Royce y de las mujeres jóvenes. El palacio fue diseñado por un arquitecto francés e incluía estatuas, estucos y techos pintados inspirados en el arte francés e italiano.
El triunfo de la ostentación
El centro de todos estos palacios era el durbar, el gran salón de audiencias donde el maharajá recibía a sus cortesanos y las peticiones de sus súbditos, y aceptaba el nazar, un tributo normalmente pagado en monedas de plata en el transcurso de impresionantes y ostentosas ceremonias públicas. En estos actos formales, los maharajás solían lucir sus joyas más fenomenales: esmeraldas, rubíes, diamantes, perlas, oro y plata, que eran engarzados con el fin de elaborar los más distinguidos y lujosos adornos para el propio gobernante o su familia. Collares, pulseras, tobilleras, tiaras o alhajas para el turbante relucían con esplendor en los ropajes de seda e hilo de oro de sus galas más elegantes.
Algunos maharajás se dedicaron con pasión a sus hobbies deportivos, como Jam Saheb Shri Ranjitsinhji, maharajá de Nawanagar, gran jugador de críquet en la selección inglesa y uno de los mejores bateadores de la historia de este deporte. Sawai Man Singh II, maharajá de Jaipur, fue un reconocido jugador de polo y su equipo llegó a ser campeón del mundo en Deauville (Francia). Otros se dieron a excentricidades caras. Cuando Madho Singh II, maharajá de Jaipur, tuvo que desplazarse a Londres para asistir al jubileo de la reina Victoria, se hizo llevar agua del Ganges para su uso privado en dos inmensas urnas de plata de 242 kilogramos cada una. Aún se conservan como los objetos de plata más grandes del mundo en el llamado palacio de la Ciudad. En la década de 1860, uno de sus antecesores tuvo un par de guepardos como mascotas que utilizaba para la caza del ciervo. Brijendra Singh, maharajá de Bharatpur, tenía una flota de Rolls Royce desde los que disparaba a los patos en sus cacerías, y se dice que en 1938 él y su huésped, el virrey lord Linlithgow y su grupo, mataron en un solo día 4.273 de estas aves.
Cuando el maharajá de Jaipur tuvo que desplazarse a Londres se hizo llevar agua del Ganges para su uso privado en dos inmensas urnas de plata de 242 kilogramos cada una
El maharajá Jai Singh de Alwar empleaba viudas como cebo para tigres, pero siempre abatía al animal antes de que las atacara. Se dice que el maharajá Madhavrao Scindia de Gwalior mató a más de ochocientos tigres en sus dominios, en cacerías a las que solía invitar a miembros del Raj británico.
Construido en el siglo XVII por Ratan Ji Heruled, el palacio de Bundi se yergue en una colina sobre esta ciudad. Arriba, el pabellón Chitrashala, decorado con hermosas pinturas.
Los benefactores
No todos los maharajás se dedicaron a esta vida de lujo excéntrico. También hubo gobernantes que reorganizaron sus administraciones siguiendo el modelo británico. Dejando la gestión del Estado a un primer ministro competente, supieron dedicar sus esfuerzos a la mejora de su país y de sus relaciones personales con los funcionarios británicos. El ejemplo más sobresaliente es el del maharajá Ram Singh II de Jaipur, un gobernante moderno y progresista que abolió la esclavitud, el infanticidio de niñas y la antigua costumbre del sati, la inmolación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos, introdujo la iluminación a gas y el agua corriente y construyó nuevas carreteras.
Sayajirao Gaekwad III, maharajá de Baroda, está considerado uno de los mejores estadistas que ha dado la India. Fue el primero en introducir en su Estado la educación gratuita para las niñas, prohibió el matrimonio infantil y aplicó una serie de mejoras sociales e industriales muy por delante de su época. También favoreció las artes patrocinando a filósofos como Maharishi Aurobindo, a pintores como Rajá Ravi Varma o a músicos como Ustad Faiyaz Khan. Ganga Singh, maharajá de Bikaner, no sólo fue un general condecorado, sino que introdujo la electricidad y el ferrocarril en su Estado, y gracias a la construcción del canal del Gang irrigó el seco desierto del Thar convirtiendo su territorio en el granero de Rajastán y uno de los Estados más ricos. Una de sus excentricidades era el ritual Tuladan, en el que se subía a una balanza y la equilibraba con su propio peso en oro, que repartía luego entre sus súbditos.
Sayajirao Gaekwad III está considerado uno de los mejores estadistas que ha dado la India. Introdujo la educación gratuita para las niñas, prohibió el matrimonio infantil
Con el auge del movimiento nacionalista en la década de 1920, los príncipes empezaron a recibir presiones: se les exigía que se modernizaran y democratizaran, permaneciendo fieles a los británicos, o que se alinearan con los nuevos partidos políticos que pedían la independencia. La mayoría fueron hostiles a los movimientos independentistas, que veían como una amenaza contra sus privilegios, y continuaron derrochando sus inmensas fortunas como si no existiera el mañana. En 1947, cuando llegó a su fin el Raj británico, los Estados principescos fueron invitados a sumarse a alguno de los dos nuevos países que nacieron del dominio inglés, India o Pakistán. Algunos quisieron seguir siendo independientes, como Mir Osman Ali Khan, uno de los hombres más ricos del mundo, nizam del Estado de Hyderabad, que con sus 214.000 kilómetros cuadrados era casi tan grande como Gran Bretaña. El gobierno indio tuvo que mandar una división provista de tanques para someter al rebelde Estado de Hyderabad, que finalmente aceptó formar parte de la India.
El nuevo gobierno indio de 1947 suprimió los poderes de gobierno de los príncipes, pero no sus títulos, riquezas ni privilegios. No fue hasta 1971 cuando el gobierno suprimió los fondos públicos (privy purse) que recibían desde la independencia. Los maharajás tuvieron que reinventarse: el de Jaipur, por ejemplo, convirtió su palacio de Rambagh en un hotel de lujo, y los de Baroda y Gwalior invirtieron sus fortunas en intereses comerciales y sus descendientes son líderes en varios negocios. Sin embargo, la mayoría se vieron obligados a vender parte de sus posesiones (especialmente joyas) o ceder sus palacios, demasiado costosos de mantener, al gobierno indio, que los utilizó para albergar oficinas administrativas. En la India moderna, los grandes maharajás eran un anacronismo condenado a desaparecer.
El imperio del terror de Nerón
Obsesionado por las conspiraciones contra su poder, reales o imaginarias, Nerón persiguió de forma implacable a numerosos miembros de la nobleza romana. Acusados de traición ante el Senado, muchos de ellos fueron obligados a suicidarse
Durante los catorce años que duró el gobierno de Nerón (54-68 d.C.), el Senado de Roma vivió un ambiente similar al que respiró el senado de Estados Unidos durante la famosa «caza de brujas» instigada por el senador republicano Joseph McCarthy (1950-1956). Si en este segundo caso cualquier individuo con influencia política o mediática podía ser acusado de «comunista», en el de Nerón todos temían ser declarados «enemigo del emperador». Fue un período de continuas sospechas y condenas políticas, de conspiraciones y represión despiadada, que terminaría trágicamente con el suicidio del emperador tras haber sido declarado enemigo del Estado por el Senado de Roma.
Para entender el papel que en este proceso desempeñó el Senado hay que tener en cuenta la evolución política del Estado romano en aquellos años. En Roma, el emperador no era omnipotente. Su voluntad tenía que ser ratificada por el Senado, de modo que la tensión de poderes y los intentos por influir o controlar a los senadores eran constantes. El Senado había sido la quintaesencia de la política romana: durante la República fue el órgano de gobierno central. Pero las constantes guerras civiles que sufrió Roma durante el siglo I a.C. desembocaron en el enaltecimiento de un individuo, el emperador Augusto, quien recibió del Senado numerosos poderes especiales de manera perpetua para acabar con la guerra, garantizar una paz duradera y mantener la unidad de Roma.
Las constantes guerras civiles que sufrió Roma durante el siglo I a.C. desembocaron en el enaltecimiento de un individuo, el emperador Augusto
A partir de entonces se impuso un nuevo orden político basado en la primacía de una sola persona. Aun así, durante toda la época imperial, el Senado mantuvo una serie de funciones políticas importantes: era el encargado de elegir a los magistrados, todas las leyes tenían que ser consultadas y aprobadas por él, controlaba los fondos públicos y era el responsable de reconocer los honores y decidir sobre las cuestiones religiosas que afectaran al Estado. Un gobierno que no tuviera en cuenta al Senado tenía que chocar necesariamente con él. Y eso fue lo que ocurrió con el emperador Nerón.
Al servicio del emperador
En la práctica, las relaciones entre el emperador y el Senado se caracterizaron siempre por un teatral cuidado de las formas, y, de hecho, aunque algunos senadores se implicaron en conjuras contra Nerón, la mayoría de ellos tuvieron una actitud conformista e incluso de acatamiento servil de las órdenes del emperador. El Senado sirvió a menudo de caja de resonancia para las decisiones de Nerón, quien gustaba justificar la persecución de sus enemigos políticos a través de los discursos dirigidos a la curia. Por ejemplo, en el año 65, Nerón hizo frente a la conspiración más peligrosa de las que había sufrido hasta entonces, dirigida por el senador Pisón. Tras deshacerse de los cabecillas –entre ellos personajes cercanos al emperador, como el filósofo Séneca, el poeta Lucano y el escritor Petronio– por medios expeditivos, ejecutándolos o forzándolos a suicidarse, convocó una sesión del Senado. Ante una cámara repleta, leyó las confesiones de los condenados y otorgó las máximas condecoraciones a los que le habían ayudado a reprimir la conjura. Todos los senadores presentes «se humillaron con sus alabanzas» a Nerón, incluidos los parientes de las víctimas, quienes a lo largo de varios días se postraron ante el emperador y le besaron la mano mientras negaban tener nada que ver con la conspiración.
En el año 65, Nerón hizo frente a la conspiración más peligrosa de las que había sufrido hasta entonces, dirigida por el senador Pisón
Otro ejemplo de cómo el Senado sirvió de instrumento del despotismo neroniano lo ofrece el caso de Barea Sorano. Senador él mismo, su amistad con Rubelio Plauto, un patricio que había sido asesinado por el emperador por tratar de organizar un golpe de Estado, hizo que también él fuera visto con suspicacia. Primero se le acusó de malversación de fondos, y cuando esto no funcionó las imputaciones se dirigieron contra su hija –cuyo marido acababa de ser condenado al exilio– por practicar artes mágicas. La hija compareció ante el Senado en presencia de su padre y, temiendo perjudicarle, rompió a llorar y se arrojó al suelo mientras negaba haber realizado ningún rito impío. Pero el Senado no se conmovió y lo único que ofreció a Sorano fue elegir la manera en que prefería morir.
Senadores rebeldes
Hubo también senadores que colaboraron espontáneamente con el régimen de terror de Nerón, engordando mediante acusaciones oportunistas las listas negras de supuestos enemigos del Estado; una forma, para ellos, de mejorar su cota de poder a través de las sentencias del princeps. Sin embargo, no todos aplaudieron la política de Nerón ni aceptaron comprometerse en ella. Hubo algunos que se mantuvieron fieles a los principios de una República ideal, pero utilizando estrategias diferentes al intento de golpe de Estado. Uno de ellos fue Peto Trasea. Al principio, Trasea se limitaba a callar cuando el resto de sus colegas adulaban al emperador por sus acciones despóticas, pero al cabo de un tiempo su silencio se convirtió en muestra de disconformidad. Así, cuando el emperador reconoció ante el Senado el asesinato de su madre Agripina y trató de justificarlo, Trasea salió de la curia mientras el resto de senadores aplaudía a Nerón. Tampoco mostraba especial entusiasmo en los espectáculos públicos de Nerón, y solía utilizar su influencia en el Senado para rebajar las condenas de algunos de los enemigos del emperador. Nerón manifestó su disgusto al prohibirle acudir a la ceremonia fúnebre por la muerte prematura de su hija en Ancio; Trasea, sin embargo, recibió la noticia inmutable, incluso con cierto agrado ya que así no tendría que fingir tristeza por la desgracia del emperador.
El senador impasible fue durante mucho tiempo un auténtico superviviente. Se salvó de la caza de brujas por la conspiración de Pisón y sobrevivió también a otras persecuciones. Su estrategia fue retirarse de la vida pública y darle la espalda a sus obligaciones como senador: dejó de ir a la curia, rechazó proclamar el discurso de año nuevo cuando se le ofreció, no asistió a la ceremonia en la que se le otorgaba el importante cargo de sacerdote quindecenviro, y así un largo etcétera. Finalmente, en el año 66, Nerón hizo que Trasea fuera acusado de sedición ante la curia. El patricio se hallaba en sus jardines cuando recibió la noticia de que el emperador le concedía la gracia de elegir su propia muerte. Según cuenta Tácito, allí mismo se abrió las venas y, mientras su sangre regaba el suelo, se dirigió al emisario: «Hagamos –dijo– una libación a Júpiter Liberador. Mira, joven, ¡y que los dioses prohíban este presagio! Por otro lado, a ti te ha tocado nacer en estos tiempos en los que conviene fortalecer el alma mediante ejemplos de rectitud».
Nerón, enemigo público
Igual que Trasea, fueron cayendo poco a poco los enemigos de Nerón o de los senadores afines al emperador. No por ello, sin embargo, logró el césar una completa seguridad. Los numerosos asesinatos que ordenó –incluyendo los de su madre Agripina, su primera esposa, Octavia, y su segunda esposa, Popea–, el saqueo permanente de los tesoros de los templos y de las arcas de las provincias para pagar sus correrías y la humillación constante a la que sometió a las familias más antiguas de Roma hicieron que su impopularidad acabara por desbordarse.
Finalmente,
las legiones en las provincias empezaron a desertar, el pueblo se
atrevía a abuchearlo en el teatro y el Senado, que siempre había actuado
de manera oportunista y mantuvo su actitud aduladora hasta el final,
decidió declararlo enemigo público cuando vio que a Nerón no le quedaban
apoyos. El 9 de junio del año
68, Nerón dejó la ciudad de Roma
prácticamente sólo en medio de la oscuridad de la noche. Oculto en una
villa de su propiedad, sin amigos a su alrededor, ordenó a su fiel liberto Epafrodito que acabase con su vida clavándole un puñal en la garganta.
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